lunes, 31 de agosto de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La tricentésima octogésima octava noche

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Pero cuando llegó la 388ª noche

Ella dijo:

‘... haciéndome al mismo tiempo cosquillas, y pellizcándome, y tomando a peso mi mercancía, que encontraron enorme y de buena calidad. Y en medio de ellas no sabía yo lo que iba a ser de mí, cuando, después de vestirme y rociarme con agua de rosas, me cogieron del brazo, e igual que se conduce a un recién casado, me guiaron a una sala amueblada con una elegancia que nunca sabrá describir mi lengua, y adornada de pinturas con líneas entrelazadas y coloreadas de un modo muy agradable. Y apenas entré allí, vi tendida perezosamente en un lecho de bambú y marfil, y vestida con un traje ligero de tela de Mossul, a la propia dama consabida, que estaba rodeada por algunas de sus esclavas.

Al verme me llamó, haciéndome señas para que me acercara. Me acerqué, y me dijo que me sentase; me senté. Ordenó a las esclavas entonces que nos sirvieran la comida; y nos sirvieron manjares asombrosos, cuyo nombre no podré citar nunca, pues nunca en mi vida los vi semejantes. Comí de algunos para satisfacer mi hambre, y después me lavé las manos para comer frutas. Entonces trajeron las copas de bebidas y los pebeteros llenos de perfumes; y cuando nos perfumaron con vapores de incienso y benjuí, la dama me sirvió de beber con sus propias manos, y bebió conmigo en la misma copa, hasta que nos pusimos ebrios ambos.

Entonces hizo una seña a sus esclavas, que desaparecieron todas y nos dejaron solos en la sala. Al punto ella me atrajo hacia sí y me cogió en sus brazos. Y la serví la confitura para que se endulzase, dándola los pedazos de fruta a la vez que el escarchado. Y cuando la oprimía contra mí, me sentía embriagado por el perfume de almizcle y ámbar de su cuerpo, y creía soñar o tener en mis brazos alguna hurí del paraíso.

‘Así estuvimos enlazados hasta por la mañana; luego me dijo ella que había llegado el momento de que me retirara, pero no sin preguntarme dónde vivía; y cuando le di las indicaciones necesarias acerca del particular, me dijo que mandaría que me avisaran en el momento favorable, y me entregó un pañuelo bordado de oro y plata, en el cual había algo atado con varios nudos, diciéndome: `¡Para que compres un pienso a tu burro!’ Y salí de su casa absolutamente en el mismo estado que si saliera del paraíso.

‘Cuando llegué a la mondonguería donde tenía yo mi vivienda, desaté el pañuelo, diciéndome: «¡Tendrá cinco monedas de cobre, con las que al fin y al cabo habrá para comprar el almuerzo!» Pero ¡cuál no sería mi sorpresa al encontrar cincuenta mitkales de oro!

Me apresuré a hacer un agujero, enterrándolos allí, en previsión de días peores, y por dos monedas de cobre me compré un pan y una cebolla, con lo cual hice mi comida, sentado a la puerta de mi tripería y soñando con la aventura que me acaeció.

‘A la caída de la tarde fue un esclavito a buscarme de parte de la que me amaba; y le seguí. Cuando llegué a la sala en que me esperaba ella, besé la tierra entre sus manos; pero me levantó ella enseguida y se echó conmigo en el lecho de bambú y de marfil, y me hizo pasar una noche tan bendita como la anterior. Y por la mañana me dio otro pañuelo de oro. Y seguí viviendo de tal suerte durante ocho días enteros, disfrutando cada vez un festín de confitura seca por una parte y otro de confitura húmeda por otra, y cincuenta mitkales de oro para mí.

‘Y he aquí que una noche me había presentado en su casa, y estaba ya en el lecho dispuesto a desempaquetar mi mercancía, como de costumbre, cuando de pronto entró una esclava, dijo algunas palabras al oído de su ama, y me arrastró vivamente fuera de la sala para llevarme al piso de encima, donde me encerró con llave, y se fue. Y al propio tiempo oí en la calle patear de caballos, y por la ventana que daba al patio vi entrar en la casa a un joven como la luna, acompañado por un séquito numeroso de guardias y de esclavos.

Entró en la sala donde se hallaba la joven, y pasó con ella toda la noche, entre holgorios, asaltos y demás cosas parecidas. Y yo oía sus movimientos y podía contar con los dedos el número de clavos que sepultaban por el ruido asombroso que cada vez hacían.

Y pensaba en mi ánima: `¡Por Alah! ¡Han instalado en la cama una herrería, y debe estar muy caliente la barra de hierro para que suene de esa manera el yunque!...»

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La tricentésima octogésima novena noche

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domingo, 30 de agosto de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La tricentésima octogésima séptima noche

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Y cuando llegó la 387ª noche

Ella dijo:

... Entonces dijo el emir El-Hadj: ‘!Que le cuelguen!’ Pero el hombre se echó a los pies del emir y le dijo: ‘!Oh emir! Por los méritos del Enviado de Alah (¡con él la plegaria y la paz) te conjuro que escuches mi historia, y luego harás de mí lo que juzgues equitativo hacer!’ Accedió el emir con un signo de cabeza, y el condenado la horca dijo:

‘Has de saber ¡oh emir nuestro! que tengo por oficio recoger las inmundicias de las calles, y además limpio tripas de carnero, para venderlas y ganarme la vida. Pero he aquí que un día iba yo tranquilamente detrás de mi borrico, cargado con tripas sin vaciar aún, que acababa de sacar del matadero, cuando me encontré con una muchedumbre de personas asustadas que huían por todas partes o se ocultaban detrás de las puertas; y un poco más lejos vi unos esclavos armados con largas varas, para dispersar a su paso a todos los transeúntes. Me informé de lo que podría ser aquello, y me contestaron que iba a pasar el harén de un gran personaje, y era preciso que no subiese por la calle ningún transeúnte. Entonces, como sabía que me exponía a un verdadero peligro si me obstinaba en continuar mi camino, paré mi borrico y me metí con él en el rincón de una muralla procurando que no me advirtieran y volviendo la cara al muro para no sentir la tentación de mirar a las mujeres de aquel gran personaje. No tardé en oír que pasaba el harén, al cual no me atrevía a mirar, y ya pensaba en volverme y continuar mi camino, cuando me sentí cogido bruscamente por dos brazos de negro, y vi mi asno entre las manos de otro negro que se alejó con él. Y aterrado volví la cabeza, y vi en la calle, mirándome todas, treinta jóvenes, en medio de las cuales se hallaba otra, comparable por sus miradas lánguidas a una gacela a quien la sed hiciese menos huraña, y por su talle frágil y elegante a la rama flexible del bambú. Y con las manos atadas a la espalda por el negro, me arrastraron a la fuerza los otros eunucos, a pesar de mis protestas y a pesar de los gritos y testimonios de todos os transeúntes que me vieron adosado al muro y que decían a mis raptores: ‘¡Pero si no ha hecho nada! ¡Es un pobre hombre que barre basuras y limpia tripas! ¡Es ilícito ante Alah detener y maniatar a un inocente!’ Pero sin querer escuchar nada, continuaron arrastrándome en pos del harén.

‘En tanto, yo pensaba para mí: «¿Qué delito he podido cometer? Sin duda todo se debe al olor bastante desagradable de las tripas que ha herido el olfato de esa dama, la cual acaso esté encinta y haya sentido entonces algún trastorno interno. Creo que tal será el motivo, quizá también mi aspecto un tanto repugnante y mi traje roto, que deja ver las vergüenzas de mi persona. ¡No hay recurso más que en Alah!»

‘Siguieron, pues, arrastrándome los eunucos, entre las protestas de los transeúntes apiadados de mí, hasta que llegamos todos a la puerta de una casa grande, y me hicieron entrar en una antesala cuya magnificencia no sabría yo describir nunca.

Y pensé en mi ánima «He aquí el sitio que se reserva para mi suplicio. ¡Me matarán, y nadie de mi familia sabrá la causa de mi desaparición!» Y en aquellos instantes también pensé en mi pobre borrico, que era tan servicial y que jamás coceaba ni derribaba las tripas o las banastas de basura.

Pero pronto me sacó de mis aflictivos pensamientos la llegada de un guapo esclavito, que fue a rogarme dulcemente que le siguiera, y me condujo a un hammam, donde me recibieron tres hermosas esclavas, que me dijeron: «¡Date prisa a quitarte esos andrajos!» Así lo hice, y al punto me introdujeron ellas en la sala caldeada, en la cual me bañaron con sus propias manos, encargándose una de mi cabeza, otra de mis piernas, otra de mi vientre: me dieron masaje, me friccionaron, me perfumaron y me secaron. Tras de lo cual lleváronme ropas magníficas y me rogaron que me las pusiese. Pero yo estaba muy perplejo y no sabía por dónde cogerlas ni cómo ponérmelas, porque nunca en mi vida las había visto iguales; y dije a las jóvenes: «¡Por Alah, oh mis señoras! ¡Creo que voy a seguir desnudo, pues jamás conseguiré yo solo vestirme con estas ropas tan extraordinarias!»

Entonces se acercaron ellas a mí riendo, y me ayudaron a vestirme, haciéndome al mismo tiempo cosquillas, y pellizcándome, y tomando a peso mi mercancía, que encontraron enorme y de buena calidad...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y sé calló discretamente.”

Continuará: La tricentésima octogésima octava noche

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sábado, 29 de agosto de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La tricentésima octogésima sexta noche

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Pero cuando llegó la 386ª noche

Ella dijo:

‘...el tercero y último día de tu hospitalidad encantadora?’ Ella me contestó: ‘Ya empiezas a ser indiscreto. ¡Pero, puesto que tan agradable es tu primo, puedes traérmele!’ Le di las gracias y me fui por el mismo camino que la víspera.

Al llegar a mi casa, encontré allí a los guardias del califa, que me abrumaron con injurias, se apoderaron de mí y me arrastraron a la presencia de El-Mamúm. Le vi sentado en el trono como en sus peores días de cólera, con los ojos llameantes y terribles. Y apenas me divisó, exclamó: ‘¡Ah hijo de perro, osaste desobedecerme!’ Yo le dije: ‘¡No, por Alah! ¡Oh Emir de los Creyentes! ¡Puedo justificarme!’ Dijo él: ‘¿Y cómo?’ Yo contesté: ‘¡No te lo puedo decir más que en secreto!’ Ordenó al punto a todos los circunstantes que se retiraran, y me dijo: ‘¡Habla!’ Entonces le conté la aventura con todos sus detalles y añadí: ‘¡Y ahora la joven nos espera a los dos para esta noche, porque así se lo he prometido!’

Cuando oyó El-Mamúm estas palabras, se serenó y me dijo: ‘¡Cierto que es excelente la razón que alegas! ¡Y estuviste muy inspirado al pensar en mí para esta noche!’ Y desde aquel instante ya no supo qué hacer para esperar con paciencia la llegada de la noche. Y le recomendé mucho que tuviese cuidado de no descubrirse y descubrirme llamándome por mi nombre delante de la joven. Me lo prometió formalmente, y en cuanto llegó el momento oportuno se disfrazó de mercader y me acompañó a la callejuela.

Encontramos en el sitio de costumbre dos cestos en lugar de uno, y cada cual nos colocamos en uno de ellos. Subimos así, y ya en la terraza, bajamos a la magnífica sala consabida, donde fue a reunirse con nosotros la joven, más bella que nunca aquella noche.

Al verla, noté que el califa quedaba locamente prendado de ella. Pero cuando se puso a cantar, llegó él al delirio, tanto más cuanto que los vinos que nos servía la joven graciosamente nos habían ya turbado la razón. En su alegría y su entusiasmo, el califa olvidó de pronto la resolución tomada, y me dijo: ‘Bueno, Ishak, ¿a qué esperas para responderle con algún cántico basado en un aire nuevo de tu invención?’

Entonces, muy azorado, me vi en la obligación de contestar: ‘¡Escucho y obedezco, oh Emir de los Creyentes!’

No bien hubo oído estas palabras la joven, nos contempló un instante y se levantó a toda prisa para cubrirse el rostro y desaparecer, como cumple a cualquier mujer que se halle en presencia del Emir de los Creyentes. Entonces, El-Mamúm, un poco contrariado por la marcha de la joven a causa del olvido que tuvo él, me dijo: ‘¡Infórmate al instante quién es el dueño de esta casa!’ Entonces hice llamar a la vieja nodriza y se lo pregunté de parte del califa. Me contestó ella: ‘¡Qué calamidad cae sobre nosotros! ¡Qué oprobio se cierne sobre nuestra cabeza! ¡Esa joven es la hija del visir Hassán ben-Sehl!’ Enseguida dijo El-Mamúm: ‘¡A mí el visir!’ La vieja desapareció temblando, y algunos momentos después hacía su entrada entre las manos del califa el visir Hassán ben-Sehl en el límite de la estupefacción.

Al verle, se echó a reír El-Mamúm, y le dijo: ‘¿Tienes una hija?’ El otro contestó: ‘¡Sí! ¡Oh Emir de los Creyentes!’ el califa preguntó: ‘¿Cómo se llama?’ El visir contestó: ‘¡Khadiga!’ El califa preguntó: ‘¿Está casada o es virgen?’ El visir contestó: ‘Es virgen, ¡oh Emir de los Creyentes!’ El califa dijo: ‘¡Quiero que me la des por esposa legítima!’

El visir exclamó: ‘¡Mi hija y yo somos los esclavos del Emir de los Creyentes!’ El califa dijo: ‘¡Le asigno cien mil dinares de dote, que tú mismo cobrarás del tesoro en palacio mañana por la mañana! ¡Y al propio tiempo harás conducir a tu hija a palacio, con toda la magnificencia adecuada a la ceremonia del matrimonio, y sortearás entre todas las personas del cortejo de la recién casada mil poblados y mil tierras de mis propiedades particulares, como regalo de mi parte!’

Tras de lo cual se levantó el califa, y le seguí. Salimos por la puerta principal aquella vez, y me dijo él: ‘Guárdate bien, Ishak, de hablar de la aventura a nadie. ¡Tu cabeza me responderá de tu discreción!’

Y guardé el secreto hasta la muerte del califa y de Sett Khadiga, que sin duda era la mujer más bella que han visto mis ojos entre las hijas de los hombres. ¡Pero Alah es más sabio!’

Cuando Schehrazada acabó de contar esta anécdota, la pequeña Doniazada exclamó desde el sitio en que permanecía acurrucada: ‘¡Oh hermana mía, cuán dulces y sabrosas, y gentiles son tus palabras!’

Y Schehrazada sonrió, y dijo: ‘¿Pues qué será cuando oigas la anécdota del Mondonguero?’ Y dijo en seguida:


El parterre florido del ingenio y el Jardín de la Galantería
(Continuación) (sic)

El mondonguero

Cuentan que un día, en la Meca, en la época de la peregrinación anual, cuando la multitud compacta de los hadjs daba las siete vueltas alrededor de la Kaaba, se destacó del grupo un hombre, que se acercó a la pared de la Kaaba, y cogiendo con las dos manos el velo sagrado que cubría todo el edificio, se puso en actitud de orar, y exclamó con acento que le salía del fondo del corazón: ‘¡Haga Alah que de nuevo se enfade con su marido esa mujer, para que pueda yo acostarme con ella!’

Cuando los hadjs oyeron formular tan extraña plegaria en aquel lugar santo, se escandalizaron de tal manera, que se precipitaron sobre el hombre, lo arrojaron a tierra y lo molieron a golpes. Tras de lo cual lo arrastraron a presencia del emir El-Hadj, que tenía amplios poderes para ejercer su autoridad sobre todos los peregrinos, y le dijeron: ‘Hemos oído a este hombre, ¡oh emir! proferir palabras impías mientras tenía cogido el velo de la Kaaba’. Y le repitieron las palabras pronunciadas.

Entonces dijo el emir El-Hadj: ‘¡Que le cuelguen! ...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.”

Continuará: La tricentésima octogésima séptima noche

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viernes, 28 de agosto de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La tricentésima octogésima quinta noche

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Pero cuando llegó la 385ª noche

Ella dijo:

‘... individuos tan exquisitos en el zoco de los tejedores!’ Tras de lo cual sirvieron un festín, en el que no escatimaron las frutas ni las flores; y ella misma me ofrecía los mejores bocados.

Luego, cuando levantaron el mantel, trajeron las bebidas y las copas, y ella misma me echó de beber, y me dijo: ‘He aquí el momento mejor de la conversación. ¿Sabes historias bonitas?’ Me incliné y enseguida le conté una porción de detalles divertidos acerca de los reyes, de su corte y de sus maneras, hasta el punto de que me interrumpió de pronto ella para decirme: ‘¡En verdad que estoy sorprendida prodigiosamente de ver a un tejedor tan al corriente de las costumbres de los reyes!’ Contesté: ‘¡Pues no tiene nada de particular, porque un vecino mío, que es un hombre delicioso, tiene entrada en el palacio del califa, y en sus momentos de ocio se complace en afinarme el ingenio con sus propios conocimientos!’

Ella me dijo: ‘¡En ese caso, no admiro menos la firmeza de tu memoria, que con tanta exactitud retiene detalles tan preciosos!’

¡Eso fue todo! Y aspirando los perfumes de nardo y áloe que aromaban la sala, y contemplando aquella belleza y escuchando cómo me hablaba con los ojos y los labios, me sentía yo en el límite del entusiasmo, y pensaba para mi ánima: ‘¿Qué haría el califa si estuviese aquí en mi caso? ¡Seguramente que no sería ya dueño de sí y estallaría de amor!’

La joven me dijo después: ‘En verdad, eres un hombre excesivamente distinguido; adornan tu espíritu conocimientos muy interesantes y tus maneras son en extremo refinadas. ¡Ya no me queda más que una cosa que pedirte!’

Contesté: ‘¡Sobre mi cabeza y sobre mis ojos!’ Ella dijo: ‘¡Deseo oírte cantar algunos versos acompañándote con el laúd!’ Pero a mí, como músico de profesión, no me agradaba cantar yo mismo; así es que contesté: ‘En otro tiempo cultivé el arte del canto, pero, como no llegué a obtener un resultado apetecible, preferí abandonarlo. Bien quisiera ejecutar algo; pero me sirve de excusa mi ignorancia. En cuanto a ti, ¡oh señora mía! todo me indica que debes tener una voz perfectamente hermosa. ¿Por qué no nos cantas algo, para hacernos la noche más deliciosa aún?’

Hizo ella entonces que le llevaran un laúd, y cantó. Y en mi vida hube de oír timbre de voz más lleno, más grave y más perfecto, unido a una ciencia de los efectos tan consumada. Vio ella mi delectación, y me preguntó: ‘¿Sabes de quién son los versos y de quién la música?’ Aunque lo había notado, contesté: ‘Lo ignoro por completo, ¡oh mi señora!’ Ella exclamó: ‘¿Pero es posible que pueda ignorar este aire alguien en el mundo? ¡Sabe, pues, que los versos son de Abu-Nowas, y la música, que es admirable, es del gran músico Ishak de Mossul!’

Yo contesté, sin descubrirme: ‘¡Por Alah! ¡Ishak no supone ya nada a tu lado!’ Ella exclamó: ‘¡Bakh! ¡bakh! ¡En que error estás! ¿Hay en el mundo alguien que pueda igualarse a Ishak? ¡Bien se ve que no le oíste nunca!’ Luego siguió cantando más todavía e interrumpíase para ver si no carecía yo de nada; y continuamos disfrutando de tal suerte hasta la aparición de la aurora.

Entonces, una vieja, que debía ser la nodriza de la joven, fue a prevenirla de que había llegado la hora de separarnos; y antes de retirarse, me dijo la joven: ‘¿Tendré que recomendarte discreción, ¡oh mi huésped!? ¡Las reuniones íntimas son como la prenda que se deja a la puerta antes de marchar!’ Yo contesté, inclinándome: ‘¡No soy de quienes necesitan semejantes recomendaciones!’ Y una vez que me despedí de ella, me metieron en el cesto y me bajaron a la calle.

Llegué a mi casa y recé la plegaria de la mañana, metiéndome luego en la cama donde estuve durmiendo hasta la tarde. Cuando me desperté, me vestí de prisa y me presenté en el palacio, pero los chambelanes me dijeron que el califa había salido y dejó para mí recado de que esperara su regreso, porque tenía por la noche un festín y le era necesaria mi presencia para que cantase. Le esperé un buen rato; pero como el califa tardaba en volver, me dije que sería una locura faltar a una velada como la de la víspera y corrí a la callejuela, donde encontré el cesto colgante. Me metí dentro, y ya arriba, me presenté a la dama.

Al verme, me dijo ella riendo: ‘¡Por Alah! ¡Me parece que tienes intención de aposentarte entre nosotras!’

Me incliné y contesté: ‘¿Y quién no lo anhelaría? Pero ya sabes ¡oh mi señora! que los derechos, de hospitalidad duran tres días, y no estamos más que en el segundo. ¡Si vuelvo después de pasado el tercero, podrás tomar mi sangre!’

Pasamos aquella noche muy agradablemente, charlando, contándonos historias, recitando versos y cantando, como la víspera. Pero en el momento de bajar dentro del cesto, pensé en la cólera del califa, y me dije: ‘No admitirá excusa ninguna, a no ser que le cuente la aventura. ¡Y no creerá la aventura, a no ser que la compruebe por sí mismo!’ Me encaré entonces con la joven, y le dije: ‘¡Oh mi señora! ¡Veo que te gustan el canto y las buenas voces! ¡Y he aquí que tengo un primo mucho más guapo de cara que yo, mucho más distinguido de modales, con mucho más talento que yo y que conoce mejor que nadie en el mundo los aires de Ishak de Mossul! ¿Quieres, pues, permitirme que le traiga conmigo mañana, que es el tercero y último día de tu hospitalidad encantadora? ...

En este momento de su narración. Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.”

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jueves, 27 de agosto de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La tricentésima octogésima cuarta noche

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Pero cuando llegó la 384ª noche

Ella dijo:

...Tenía en una mano la botella y en la otra mano una copa de oro, sobre la cual aparecía grabada en rubíes esta inscripción:

¿Qué filtro o qué tríaca, qué bálsamo o qué díctamo vale lo que este licor purpúreo, de sabor exquisito, remedio universal para los males del cuerpo y para el fastidio?

Y he aquí que el sabio médico Yahia encontrábase en aquel momento junto al califa, y al leer esta inscripción se echó a reír, y dijo al califa: ‘¡Por Alah, ¡oh Emir de los Creyentes! esta joven y la medicina que te trae te harán recuperar las fuerzas mejor que todos los remedios antiguos y modernos!’

Luego, sin interrumpirse, comenzó inmediatamente Schehrazada la siguiente anécdota:


El califa en el cesto

Esta historia nos la transmitió el famoso cantor Ishak de Mossul.

Dice:

‘Una noche había yo salido tarde de un festín en el palacio del califa El-Mamúm, y como estaba muy molesto a causa de una retención de orina que padecía, me metí por una callejuela en la que no se veía luz, me acerqué a una tapia, aunque no me puse tan cerca de ella como para que me salpicaran mis propios orines, me agaché cómodamente y sentí un gran alivio meando cuanto pude. Apenas acabé y me sacudí, noté que en medio de la oscuridad me caía una cosa encima de la cabeza. Salté sobre mis piernas, muy sorprendido en verdad; atrapé el objeto, y después de palparlo por todos lados, observé con verdadero asombro que era un cesto grande atado por sus cuatro asas con una cuerda que pendía de la casa ante la cual me hallaba yo. Lo palpé más aún, y encontré que por dentro estaba forrado de seda y tenía dos cojines que olían bien.

Como había yo bebido un poco más que de costumbre, mi espíritu enervado me impulsó a sentarme en aquel cesto que me invitaba al reposo. No pude resistir a la tentación, y me senté en el cesto, y antes de que tuviera tiempo de echar pie a tierra, me vi elevado rápidamente hasta la terraza, donde me cogieron sin decir una palabra cuatro jóvenes, que me llevaron a la casa y me invitaron a seguirlas. Una de ellas echó a andar delante de mí con una antorcha en la mano, y las otras tres se mantuvieron detrás de mí, e hiciéronme bajar por una escalera de mármol y entrar en una sala de magnificencia comparable a la del palacio del califa. Y pensé para mi ánima: ‘¡Me deben tomar por otro a quien hayan dado cita esta noche! ¡Alah arreglará la situación!’

Estando yo aún en aquella perplejidad, se alzó un cortinaje de seda que ocultaba una parte de la sala, y vi a diez jóvenes arrebatadoras, y de talle frágil y andares exquisitos, llevando antorchas unas y las otras pebeteros de oro, donde ardían nardo y áloe de la mejor calidad. En medio de ellas avanzaba como una luna otra joven que hubiera dado celos a las estrellas todas. Se balanceaba al andar y miraba graciosamente de soslayo, levantando las almas más pesadas. Y he aquí que al verla salté sobre ambos pies y me incliné hasta el suelo ante ella. Y me miró sonriendo, y me dijo: ‘¡Bien venido sea el visitante!’

Luego se sentó y añadió con una voz encantadora: ‘¡Descansa, señor!’

Me senté, disipada ya la borrachera de vino, pero presa de otra embriaguez más fuerte. Entonces me dijo ella: ‘¿Y cómo se te ha ocurrido venir a nuestra casa y sentarte en el cesto?’ Contesté: ‘¡Oh mi señora! es la molestia que me ocasionaba mi mal de orina la que solamente me ha impulsado a venir a esta calle; luego el vino me hizo sentarme en el cesto, y ahora es tu generosidad quien me introduce en esta sala, donde tus encantos reemplazaron en mi cerebro la borrachera con otra clase de embriaguez’.

Al oír estas palabras, la joven pareció muy satisfecha, y me preguntó: ‘¿Qué oficio tienes?’

Me guardé bien de decirle que era cantor y músico del califa, y le contesté: ‘¡Soy tejedor del zoco de los tejedores de Bagdad!’ Ella me dijo: ‘Pues tus maneras son exquisitas y honran al zoco de los tejedores. ¡Si a ellas unes el conocimiento de la poesía, no tendremos que arrepentirnos de haberte recibido entre nosotras! ¿Sabes versos?’ Contesté: ‘¡Uno que otro!’ Dijo ella: ‘¡Recítanos algunos, entonces!’ Contesté: ‘¡Oh mi señora! siempre está el visitante un poco sobrecogido por el recibimiento que se le hace. ¡Aliéntame, pues, empezando tú la primera por recitarnos algunas poesías de tu agrado!’

Ella me contestó: ‘¡Con mucho gusto!’ Y al punto me recitó admirables poemas escogidos de los poetas más antiguos, como Amri'lkais, Zohair, Antara, Nabigha, Amrú ben-Kalthum, Tharafa y Chanfara, y de los poetas más modernos, como Abu-Nowas, El-Rakaschí, Abu-Mossab y los demás. Y estaba yo tan maravillado de su dicción como deslumbrado por su hermosura. Luego me dijo: ‘¡Creo que ya se te habrá pasado la emoción!’

Dije: ‘¡Sí, por Alah!’ Y a mi vez escogí entre los versos que conocía los más delicados, y se los recité con mucho sentimiento. Cuando terminé, me dijo ella: ‘¡Por Alah!, que no sabía que hubiese individuos tan exquisitos en el zoco de los tejedores...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

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miércoles, 26 de agosto de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La tricentésima octogésima tercera noche

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Y cuando llegó la 383ª noche

Ella dijo:

...y se apresuraron a enviarle sus hijos.

Pero como no sabía leer ni escribir, se valió él de un medio muy ingenioso para salir del compromiso; consistía este medio en hacer que los chicos que sabían leer y escribir un poco dieran la lección a los que no sabían nada absolutamente, en tanto que él hacía como que vigilaba, aprobando y desaprobando. De este modo prosperó la escuela, y los negocios del maestro iban viento en popa. Un día que estaba con su varita en la mano y lanzaba miradas terribles a los pobres niños, cohibidos por el espanto, entró en la sala una mujer llevando en la mano una carta, y se dirigió al maestro para rogarle que se la leyese, lo cual es muy corriente en las mujeres que no saben leer. Al verla, el maestro de escuela no supo qué hacer para evitar semejante prueba, y de pronto se levantó muy presuroso para salir. Pero la mujer le detuvo, suplicándole que antes de salir le leyera la carta.

El contestó: ‘¡No puedo esperar más, porque el muecín acaba de anunciar la plegaria del mediodía y tengo que ir a la mezquita!’ Pero la mujer no le dejó, y le dijo: ‘¡Por Alah sobre ti! ¡Acaba de llegarme esta carta de mi esposo, que está ausente hace cinco años, y sólo tú en el barrio puedes leérmela!’ Y le obligó a coger la carta.

El maestro de escuela se vio obligado entonces a coger la carta; pero la había puesto invertida, y en vista del apuro en que se encontraba, empezó a fruncir las cejas, mirando la escritura, y a golpearse la frente y a quitarse el turbante, sudando de angustia.

Al ver aquello, pensó la pobre mujer: ‘¡No cabe duda! ¡Cuando el maestro de escuela se pone tan agitado, debe estar leyendo malas noticias! ¡Qué calamidad! ¡Tal vez haya muerto mi esposo!’ Luego, llena de ansiedad, preguntó al maestro de escuela: ‘¡Por favor, no me ocultes nada! ¿Ha muerto?’ Por toda respuesta, levantó la cabeza con un gesto vago y guardó silencio. Ella exclamó entonces: ‘¡Qué calamidad ha caído sobre mi cabeza! ¿Debo desgarrarme los vestidos?’

El contestó: ‘¡Desgárratelos!’ Ella preguntó, en el límite de la ansiedad: ‘¿Debo abofetearme y arañarme las mejillas?’ El contestó: ‘¡Abofetéate y aráñate!’

Al oír estas palabras, la pobre mujer, enloquecida salió de la escuela y corrió a su casa, llenándola con sus gritos de dolor. Entonces acudieron a ella todos los vecinos, y se pusieron a consolarla; mas en vano. En aquel momento entró uno de los parientes de la desdichada, vio la carta, y cuando la leyó, dijo a la mujer: ‘¿Pero quién ha podido anunciarte la muerte de tu esposo? En la carta no se habla de semejante cosa. Mira lo que dice: ‘Después de las zalemas y los votos, ¡oh hija de mi tío! continúo gozando de una salud excelente, y espero estar de vuelta a tu lado dentro de quince días. Pero antes, para probarte mi solicitud, te enviaré una tela de lino envuelta en una manta. iUassalam!’

La mujer cogió entonces la carta y volvió a la escuela para reprochar al maestro que la hubiese engañado de aquel modo. Le encontró sentado a la puerta, y le dijo: ‘¿No es para ti una vergüenza engañar de esta manera a una pobre mujer anunciándola la muerte de su esposo, cuando en la carta se dice que mi esposo ha de volver muy pronto y que me envía de antemano una tela y una manta?’

Al oír estas palabras, contestó el maestro de escuela: ‘Ciertamente ¡oh pobre mujer! Que tienes razón para reprocharme. Pero perdóname, pues en el momento en que yo tenía tu carta entre las manos estaba muy preocupado, iy al leer un poco de prisa y de cualquier modo, creí que la tela y la manta eran un recuerdo que te enviaban por haber pertenecido a tu esposo muerto!’

Luego dijo Schehrazada:


La inscripción de una camisa

Cuentan que habiendo ido un día El-Amín, hermano del, califa El-Mamúm, de visita a casa de su tío El-Mahdí, vio a una esclava muy bella que tocaba el laúd, y quedó enamorado de ella al punto. Como El-Mahdí no tardó en notar la impresión que la esclava había producido en su sobrino, con objeto de darle una sorpresa agradable esperó a que se marchase para enviarle la esclava con alhajas y ricos trajes. Pero a El-Amín le pareció que ya su tío habría gustado las primicias de la joven y se la daba desflorada, porque sabía que su tío era excesivamente aficionado a la fruta verde aún. No quiso, pues, aceptar la esclava, y se la devolvió con una carta en que le decía que una manzana mordida por el jardinero antes de madurar, no endulzará nunca la boca del comprador.

Entonces El-Mahdí hizo desnudarse por completo a la joven, la puso en la mano un laúd, y se la envió de nuevo a El-Amín vestida solamente con una camisa de seda, en la cual aparecía esta inscripción con letras de oro:

¡El botín oculto en la sombra de mis pliegues está virgen de todo tocamiento!

¡Sólo lo ha examinado la mirada para admirar sus perfecciones!

Al ver los encantos de la esclava vestida con aquella camisa tan gentil, y al leer la inscripción, El-Amín no tuvo ya motivo para rehusar, y aceptó el regalo, honrándolo particularmente.

Aquella noche todavía dijo Schehrazada:


La inscripción de una copa

El califa El-Motawakkel cayó un día enfermo, y su médico Yahia le recetó remedios tan excelentes, que se disipó la enfermedad y sobrevino la convalecencia. Entonces afluyeron a él de todas partes regalos de felicitación. Y he aquí que, entre otros obsequios, el califa recibió de Ibn-Khatán, como presente, una joven intacta, cuyos senos desafiaban por su hermosa forma a los senos de todas las mujeres de su época.

Al propio tiempo que su belleza, la joven llevaba para el califa, al presentarse a él, una botella de cristal llena de un vino selecto. Tenía en una mano la botella y en la otra mano una copa de oro, sobre la cual aparecía grabada en rubíes esta inscripción...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.”

Continuará: La tricentésima octogésima cuarta noche

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martes, 25 de agosto de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La tricentésima octogésima segunda noche

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Pero cuando llegó la 382ª noche

Ella dijo:

...Entonces, aprovechando la ocasión que se le presentaba, exclamó Schirín: ‘¡Mira el pescador! ¡Qué ignominia la suya! ¡Se le cae un dracma, y en vez de dejarlo para que se lo lleve algún pobre, es tan vil que lo recoge a despecho del menesteroso!’

Estas palabras impresionaron mucho a Khosrú, que hizo llamar de nuevo al pescador y le dijo: ‘¡Oh ser abyecto! ¡Parece mentira que seas un hombre con alma tan pequeña! ¡Te pierde esa avaricia que te impulsa a dejar un saco lleno de oro por recoger un solo dracma que ha caído para suerte del menesteroso!’

Entonces el pescador besó la tierra y contestó: ‘¡Alah prolongue la vida del rey! Si recogí ese dracma, no es porque me seduzca su importe, sino porque tiene otro gran valor a mis ojos! ¿No lleva, en efecto, sobre una de sus caras la imagen del rey y su nombre sobre la otra? No he querido dejarlo expuesto a que, por inadvertencia, lo pisaran los pies de alguno. ¡Y me apresuré a recogerlo, siguiendo así el ejemplo del rey que me sacó del polvo, aunque apenas valgo lo que un dracma!’

Tanto gustó esta respuesta al rey Khosrú, que hizo que dieran cuatro mil dracmas más al pescador, y ordenó a los pregoneros públicos que gritaran por todo el Imperio: ‘No hay que dejarse guiar nunca por el consejo de las mujeres. ¡Porque quien las escucha comete dos faltas cuando quiere evitar la mitad de una!’

Al oír esta anécdota, dijo el rey Schahriar: ‘Apruebo completamente la conducta de Khosrú y su desconfianza con respecto a las mujeres. ¡Ellas son la causa de muchas calamidades!’

Pero ya decía Schehrazada. sonriendo:


El reparto

Una noche, el califa Harún Al-Raschid se quejaba de insomnios ante su visir Giafar y su portaalfanje Massrur, cuando de pronto soltó Massrur una carcajada. El califa le miró fruciendo las cejas, y le dijo: ‘¿De qué te ríes así? ¿Es que estás loco, es que te burlas?’ Massrur contestó: ‘¡No, por Alah ¡oh Emir de los Creyentes! te juro por el parentesco que te une al Profeta que mi risa no obedece a ninguna de esas causas, sino sencillamente a que me he acordado de las buenas ocurrencias de un tal Ibn Al-Karabí, alrededor del cual hacían corro ayer en el Tigris para escucharle’.

El califa dijo: ‘En tal caso, ve enseguida a buscar a ese Ibn Al-Karabí. ¡Acaso consiga dilatarme un poco el pecho!’

Al punto corrió Massrur en busca del chistoso Ibn Al-Karabí, y habiéndole encontrado, le dijo: ‘Le hablé de ti al califa, y me ha enviado a buscarte para que le hagas reír’.

El otro contestó: ‘Escucho y obedezco’. Massrur añadió entonces: ‘¡Sí, te conduzco muy gustoso a presencia del califa; pero ha de ser con la condición de que desde luego me darás las tres cuartas partes de lo que el califa te regale como remuneración!’ lbn Al-Karabí dijo: ‘¡Eso es demasiado! Te daré dos terceras partes por tu corretaje. ¡Creo que es bastante!’

Después de algunas dificultades respecto al pago, Massrur acabó por aceptar el convenio, y condujo al hombre a presencia del califa.

Al verle entrar, le dijo Al-Raschid: ‘Parece ser que tienes ocurrencias muy divertidas. ¡A ver cómo las hilvanas! ¡Pero has de saber que si no consigues hacerme reír te espera una paliza!’

El resultado de esta amenaza fue helar completamente el ingenio de Ibn Al-Karabí, que no supo encontrar entonces más que banalidades de efecto desastroso; porque, en vez de reír, Al- Raschid sentía aumentar su irritación, y exclamó por último:

‘¡Que le administren cien bastonazos en las plantas de los pies, para desviar la sangre que le obstruye el cerebro!’

Al punto acostaron al hombre y le fueron administrando por cuenta bastonazos en las plantas de los pies. De repente, cuando pasaron del número treinta, exclamó el hombre: ‘¡Que remuneren ahora a Massrur con las dos terceras partes que quedan de bastonazos, porque así lo hemos convenido entre nosotros!’

Entonces, a una señal del califa, se apoderaron de Massrur los guardias, le acostaron y comenzaron a hacerle sentir en las plantas de los pies el compás del bastón. Pero, a los primeros golpes, exclamó Massrur: ‘¡Por Alah, que me contento muy gustoso con la tercera parte, y aun con la cuarta, y le cedo todo lo demás!’

Al oír estas palabras, el califa se echó a reír de tal manera, que se cayó de trasero, e hizo que a cada uno de los dos pacientes le dieran mil dinares.

Luego no quiso Schehrazada dejar transcurrir la noche sin contar la siguiente anécdota:


El maestro de escuela

Una vez, un hombre cuyo oficio consistía en vagabundear y vivir a costa de los demás, tuvo la idea de hacerse maestro de escuela aunque no sabía leer ni escribir, porque aquel era el único oficio capaz de permitirle ganar dinero sin tener que hacer nada porque es notorio que se puede ser maestro de escuela, e ignorar completamente las reglas y rudimentos de la lengua; basta con ser un taimado que haga creer a los demás que es un gran gramático; y ya se sabe que el gramático sabio es, por lo general, un pobre hombre de ingenio corto, mezquino, humillante, incompleto e impotente. Así, pues, nuestro vagabundo se erigió en maestro de escuela sin necesitar más que aumentar el número de vueltas y el volumen de su turbante, y de esta guisa abrió al final de una callejuela una sala que decoró con muestras de escritura y otras cosas semejantes, y esperó allá a que llegasen los clientes.

Y he aquí que al ver un turbante tan imponente, los vecinos del barrio no dudaron por un instante de la ciencia de su convecino, y se apresuraron a enviarle sus hijos...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discreta.”

Continuará: La tricentésima octogésima tercera noche

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lunes, 24 de agosto de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La tricentésima octogésima primera noche

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Pero cuando llegó la 381ª noche

Ella dijo:

‘¡... Es licor de hombre, ¡oh Emir de los Creyentes!’ El califa preguntó: ‘¿Y cuál puede ser su origen inmediato?’

Muy perplejo y sin querer afirmar una cosa que le hubiera atraído la enemistad de Sett Zobeida, el kadí se puso a mirar al techo como si reflexionase, y divisó en una grieta el ala de un murciélago que se había metido allí.

Y le iluminó el entendimiento una idea salvadora, y dijo: ‘¡Dame una lanza, oh Emir de los Creyentes!’ El califa le entregó una lanza, y Abi-Yussuf pinchó con ella al murciélago, que hubo de caer pesadamente. Entonces dijo el kadí: ‘¡Oh Emir de los Creyentes! ¡Los libros de medicina nos enseñan que el murciélago tiene un licor que se parece de un modo asombroso al del hombre. Sin duda que el delito lo cometió él mirando a Sett Zobeida dormida! ¡Ya ves que acabo de castigarle con la muerte!’

Aquella explicación satisfizo completamente al califa, que sin dudar ya de la inocencia de su esposa, colmó de presentes al kadí en prueba de gratitud. Y por su parte, Sett Zobeida, en el límite del júbilo, le hizo suntuosos regalos y le invitó a quedarse con ella y el califa para comerse algunos frutos y primicias que les habían llevado. El kadí se sentó en la alfombra entre el califa y Sett Zobeida, y Sett Zobeida mondó un plátano y le dijo, ofreciéndoselo: ‘En mi jardín tengo otras frutas raras en esta época del año; ¿las prefieres a los plátanos?’

El kadí contestó: ‘Tengo por norma ¡oh mi señora! no sentenciar nunca acerca de lo que no conozco. ¡Es preciso, pues, que vea esas primicias para compararlas con estas primicias y dar luego mi opinión sobre sus respectivas excelencias!’ Sett Zobeida hizo que cogieran las primicias de su jardín y se las trajeran enseguida, y cuando las probó el kadí, le preguntó: ‘¿Qué frutas prefieres ahora?’ El kadí sonrió con suficiencia, miró al califa, después a Sett Zobeida, y les dijo: ‘¡Por Alah, que es muy difícil la respuesta! ¡Porque si prefiero una de estas frutas, condenaré la otra, y me expongo así a la indigestión que el rencor de esta última me ocasionaría!’

¡Y al oír semejante respuesta, Al-Raschid y Sett Zobeida se echaron a reír de tal modo, que se cayeron de espaldas!

Y como Schehrazada notó por ciertos indicios que el rey Schahriar parecía condenar sin misericordia a Sett Zobeida; culpándola a ella sola del delito, se apresuró a contarle, para distraerle, la siguiente anécdota:


¿Macho o hembra?

Entre diversas anécdotas del gran Khosrú, rey de Persia, cuentan que este rey era muy aficionado al pescado. Un día en que estaba sentado en su terraza, con su esposa la bella Schirín, llegó un pescador que le llevaba como presente un pez de tamaño y hermosura extraordinarios. Maravillado quedó el rey con aquel presente, y ordenó que dieran al pescador cuatro mil dracmas. Pero la bella Schirín, que jamás aprobada la generosa prodigalidad del rey, esperó a que el pescador se fuera, y dijo: ‘No conviene ser pródigo hasta el punto de dar a un pescador cuatro mil dracmas por un solo pez. Deberías hacer que te devolviera esa suma, porque si no, en lo sucesivo, cuantos te traigan un presente regularán sus pretensiones tomando como punto de partida ese precio; ¡y no podrás entonces complacerles!’

El rey Khosrú contestó: ‘¡Pero sería indigno de un rey admitir de nuevo lo que dio! ¡Olvidemos, pues, lo pasado!’ Pero Schirín contestó: ‘¡No, no es posible dejar así la cosa! Hay un medio de recuperar la suma sin que el pescador ni nadie tenga nada que decir. No tienes más que hacer venir otra vez al pescador y preguntarle: ‘¿Es macho o hembra el pez que me has traído?’ Si te contesta es macho, se lo devuelves, diciendo: ‘¡Lo que yo quiero es una hembra!’; y si te dice que es hembra, se lo devuelves también, diciendo: ‘¡Lo que yo quiero es un macho!’

El rey Khosrú, que amaba con un amor extremado a la bella Schirín, no quiso contrariarla, y aunque a disgusto; se apresuró a hacer lo que le aconsejaba ella. Pero el pescador era un hombre dotado precisamente de un ingenio muy fino, y cuando Khosrú, después de llamarle, le preguntó: ‘¿Es macho o hembra el pez?’, besó la tierra y contestó: ‘¡Ese pez ¡oh rey! es hermafrodita!’

Al oír estas palabras, Khosrú se sintió satisfecho y se echó a reír: luego ordenó a su intendente que diera al pescador ocho mil dracmas en lugar de cuatro mil. El pescador se fue con el intendente, que le contó los ocho mil dracmas, y los puso en el saco que le había servido para llevar el pez, y salió.

Cuando pasaba por el patio del palacio, dejó caer del saco, inadvertidamente, un dracma de plata. Enseguida se apresuró a poner su saco en el suelo, buscando aquel dracma y recogiéndolo con verdadera satisfacción.

Y he aquí que Khosrú y Schirín le observaban desde la terraza y vieron lo que acababa de ocurrir. Entonces, aprovechando la ocasión que se le presentaba, exclamó Schirín...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana v se calló discretamente.”

Continuará: La tricentésima octogésima segunda noche

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domingo, 23 de agosto de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La tricentésima octogésima noche

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Y cuando llegó la 380ª noche

Ella dijo:

‘... ¡Sígueme y ya verás!’ Se acercó entonces por detrás al hombre, y con mucho cuidado quitó el cabestro al asno, se lo puso él mismo, sin que el hombre notase el cambio, y echó a andar como una acémila, mientras su compañero se alejaba con el asno que habían libertado.

Cuando estuvo seguro el ladrón de que el burro iba ya lejos, detuvo su marcha bruscamente, y sin volverse, intentó el hombre obligarle a marchar, tirando de él. Pero al sentir aquella resistencia, se volvió para regañar al borrico, y vio sujeto con el cabestro al ladrón en lugar del animal y mirándole con aspecto humilde y ojos implorantes. Se quedó tan estupefacto, que permaneció inmóvil frente al ladrón; y al cabo de un momento, pudo por fin articular algunas sílabas y preguntar: ‘¿Quién eres?’ El ladrón exclamó con voz lacrimosa: ‘¡Soy tu asno, oh amo mío! ¡Pero mi historia es asombrosa! Porque has de saber que en mi juventud era yo un bribón dado a toda clase de vicios vergonzosos. Un día entré completamente borracho y repugnante en casa de mi madre, la cual, al verme, sin poder dominar su ira, me colmó de reproches y quiso echarme de la casa. Pero yo la rechacé y hasta la pegué, influido por mi borrachera. Entonces, indignada ante mi conducta para con ella, mi madre me maldijo, y el efecto de su maldición fue variar repentinamente mi forma y convertirme en borrico. A la sazón ¡oh amo mío! me compraste por cinco dinares en el zoco de los burros, y me has tenido todo este tiempo, y te he servido como animal de carga, y me pinchabas en la grupa cuando, rendido ya, me negaba a andar, y lanzabas contra mí mil juramentos que no me atreveré repetir nunca. ¡Eso es todo! ¡Y no podía yo quejarme porque me faltaba el don de la palabra, y lo más que hacía a veces, aunque raramente, era recurrir al cuesco para reemplazar así el lenguaje que carecía! Por último, sin duda ha debido recordarme con agrado hoy mi madre, y debió entrar la piedad en su corazón e incitarla a implorar para mí la misericordia del Altísimo. ¡Porque indudablemente obedece esta misericordia el que ahora haya yo vuelto a mi primitiva forma humana, oh amo mío!’

Al oír estas palabras, exclamó el pobre hombre: ‘¡Oh semejante mío, perdóname mis yerros para contigo, ¡por Alah sobre ti! y olvida los malos tratos que te hice sufrir sin darme cuenta! ¡No hay recurso más que en Alah!’ Y se apresuró a quitar el ronzal que sujetaba al ladrón, y se fue muy arrepentido a su casa, donde pasó la noche sin poder pegar los ojos de tantos remordimientos y pena como sentía.

Algunos días después, fue el pobre hombre al zoco de los burros para comprarse otro asno; ¡y cuál no sería su sorpresa al encontrar en el mercado a su primer borrico con el aspecto que tenía antes de transformación! Y pensó: ‘¡Sin duda debió el bribón cometer ya algún otro delito!’ Y se acercó al asno, que se había puesto a rebuznar al reconocerle, se inclinó a su oreja y le dijo con todas sus fuerzas: ‘¡Oh bribón incorregible! ¡Haz debido ultrajar y pegar otra vez a tu madre para transformarte de nuevo en borrico! ¡Pero ¡por Alah! No seré yo quien vuelva a comprarte!’ Y le escupió furioso en la cara, y se fue a comprar otro asno notoriamente conocido como hijo de padre y madre pertenecientes a la especie de los asnos.

Y Schehrazada dijo todavía aquella noche:


El flagrante delito de Sett Zobeida

Cuentan que el Comendador de los Creyentes, Harún Al-Raschid, entró un día a dormir la siesta en las habitaciones de su espesa Sett Zobeida, y ya iba a echarse cuando notó precisamente en mitad del lecho una extensa mancha, fresca todavía, de cuyo origen no podía dudarse. Al ver aquello, se ennegreció el mundo ante el califa, que llegó al límite de la indignación. Hizo llamar al punto a Sett Zobeida, y con los ojos inflamados de cólera y temblándole la barba, le dijo: ‘¿De qué es esa mancha que hay en nuestro lecho?’ Sett Zobeida acercó la cabeza a la mancha consabida, la olió y dijo: ‘Es de licor de hombre, ¡oh Emir de los Creyentes!’ Conteniendo a duras penas el estallido de su cólera, exclamó él: ‘¿Y puedes explicarme la presencia de ese líquido aún tibio en un lecho donde no me he acostado contigo desde hace más de una semana?’ Ella exclamó muy conmovida: ‘¡La fidelidad sobre mí y alrededor de mí ¡oh Emir de los Creyentes! ¿Acaso me acusas de fornicación?’

Al-Raschid dijo: ‘Tanto te acuso, que ahora mismo voy a hacer venir al kadí Abi-Yussuf para que examine la cosa y me dé su parecer acerca de ella. ¡Y te juro por el honor de mis antecesores ¡oh hija de mi tío! que no retrocederé ante nada si el kadí te declara culpable!’

Cuando llegó el kadí, Al-Raschid le dijo: ‘¡Oh Abi-Yussuf, dime qué puede ser esa mancha!’

El kadí se acercó al lecho, puso el dedo en la mancha, se lo llevó luego a la altura de los ojos y de la nariz, y dijo: ‘¡Es licor de hombre, ¡oh Emir de los Creyentes!...’

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana y se calló discreta.”

Continuará: La tricentésima octogésima primera noche

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sábado, 22 de agosto de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La tricentésima septuagésima novena noche

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Y cuando llegó la 379ª noche

Ella dijo:

... la rama rechinó de pronto y Sett Zobeida se volvió asustada, llevándose las dos manos a su historia, para sustraerla a las miradas, con un gesto instintivo. Por cierto, que la historia de Sett Zobeida era cosa tan considerable, que podían ocultarla más que a medias las dos manos; y era aquélla historia tan gruesa y tan escurridiza, que Sett Zobeida no logró retenerla, y se le escapó por entre los dedos y apareció en toda su gloria a la vista del califa.

Al-Raschid, que hasta entonces nunca tuvo ocasión de observar al aire libre y al natural la historia de su prima, quedó maravillado y a la vez estupefacto de su enormidad y de su fastuosidad, y se apresuró a alejarse furtivamente como había venido. Pero aquel espectáculo despertó la inspiración en él, que se sintió dispuesto a improvisar. Siguiendo un ritmo ligero, empezó por componer el verso siguiente:

¡En el baño vi la plata cándida!...

Pero en vano siguió torturándose el espíritu para construir otros ritmos, porque no sólo no consiguió acabar el poema, sino que ni siquiera hizo otro verso que rimase; y se puso muy triste, y sudaba repitiendo ¡En el baño vi la plata cándida!... y no salía del apuro. Entonces se decidió a llamar al poeta Abu-Nowas, y le dijo: ‘Vamos a ver si compones un poema corto cuyo primer verso sea: ¡En el baño vi la plata cándida!...’ Entonces Abu-Nowas, que también había merodeado por los alrededores del estanque y observado toda la escena consabida, contestó: ‘¡Escucho y obedezco!’ Y ante la estupefacción del califa, improvisó enseguida los siguientes versos:

¡En el baño vi la plata cándida, y mis ojos se embriagaron de leche!

¡Una gacela cautivó mi alma a la sombra de sus caderas mientras su historia se escurría entre sus dedos juntos!

¡Oh! ¿Por qué no pude convertirme en onda para acariciar aquella delicada historia escurridiza, o convertirme en pez durante una hora o dos?

El califa no intentó averiguar cómo se había arreglado Abu-Nowas para dar a sus versos una significación tan exacta, y le recompensó espléndidamente para demostrarle su satisfacción.

Luego añadió Schehrazada: ‘Pero no creas ¡oh rey afortunado! que esta sutileza de ingenio de Abu-Nowas era menos admirable que su encantadora improvisación en la anécdota que vas a oír:

Abu-Nowas improvisa

Presa de un insomnio tenaz, el califa Harún Al-Raschid se paseaba una noche por las galerías de su palacio, cuando se encontró con una de sus esclavas, a la cual amaba en extremo, que se dirigía al pabellón reservado para ella. La siguió y penetró en el pabellón detrás de la joven. La cogió entonces en brazos y se puso a acariciarla y a juguetear con ella de tal modo, que cayó el velo que la envolvía y la túnica también se escurrió de sus hombros.

Al ver aquello, se encendió el deseo en el alma del califa, que al instante quiso poseer a su bella esclava; pero se excusó ella diciendo: ‘Por favor, ¡oh Emir de los Creyentes! dejemos la cosa para mañana, porque no esperaba el honor de tu visita y no estoy preparada. ¡Pero mañana, si Alah quiere, me encontrarás toda perfumada, y embalsamarán la cama mis jazmines!’ Entonces no insistió Al-Raschid y volvió a pasearse.

Al día siguiente, a la misma hora, envió a Massrur, jefe de sus eunucos, para que previniera a la joven de su visita proyectada. Pero precisamente la joven había tenido durante el día un principio de fatiga, y como se sentía floja y peor dispuesta que nunca, se limitó a citar por toda respuesta a Massrur, que la recordaba su promesa de la víspera, este proverbio:

‘¡El día borra las palabras de la noche!’

En el momento en que Massrur transmitía al califa las palabras de la joven, entraron los poetas Abu-Nowas, El-Rakaschi y Abu-Mossab. Y el califa se encaró con ellos y les dijo: ‘Improvisadme al instante cada uno de vosotros algunos ritmos donde se pongan en juego estas frases:

‘¡El día borra las palabras de la noche!’

Entonces dijo primeramente El-Rakaschi:

¡Guárdate, corazón mío, de una hermosa niña inflexible que no gusta de hacer ni recibir visitas, que promete una cita sin acudir a ella, y se excusa diciendo!: ‘¡El día borra las palabras de la noche!’

Luego se adelantó Abu-Mossab, y dijo:

¡A toda velocidad vuela mi corazón, y ella se burla de su ardor! ¡Mis ojos lloran, y se abrasan de deseo por ella mis entrañas; pero ella se limita a sonreír! Y si la recuerdo su promesa, me responde: ‘¡El día borra las palabras de la noche!’

Abu-Nowas se adelantó el último, y dijo

¡Oh, cuán linda estaba en su turbación aquella noche, y qué encanto tenía su resistencia!

¡El viento embriagado de la noche balanceaba lentamente la rama de su talle y su pesada grupa ondulante, y también plegábase su busto, en el que apuntaban las dos leves granadas de sus senos!

¡Con jugueteos amables, con caricias enardecidas, hice escurrirse el velo que ostentaba, y de sus hombros ¡oh redondez de perlas! se escurrió la túnica también!

¡Y apareció medio desnuda entonces, surgiendo de la ropa que la rodeaba cual surge de su cáliz una flor!

¡Como la noche corría ante nosotros su cortina de sombras, quise ser más audaz a la sazón; y le dije: ¡Coronemos el acto!’

Pero ella contestó: ‘¡Mañana seguiremos!’

Fui a ella al día siguiente, y le dije: ‘¡Cumple tu promesa!’ Se echó a reír y me contestó: ‘¡El día borra las palabras de la noche!’

Al oír tan diversas improvisaciones, Al-Raschid hizo que dieran una gruesa suma de plata a cada uno de los poetas, exceptuando a Abu-Nowas, a quien ordenó que condenaran a muerte al instante, exclamando: ‘¡Por Alah, tú estás de acuerdo con esa joven! De no ser así, ¿cómo pudiste hacer una descripción tan exacta de una escena que presencié yo solo?’

Abu-Nowas se echó a reír y contestó: ‘¡Nuestro dueño el califa olvida que el verdadero poeta sabe adivinar en lo que se le dice aquello que se le oculta! Y por cierto que nos pintó excelentemente el Profeta (¡con él la plegaria y la paz!) cuando dijo hablando de nosotros:

‘Los poetas van como insensatos por todos los caminos. ¡Sólo les guían su inspiración y el demonio! ¡Cuentan y dicen cosas que no hacen!’

Ante tales palabras, no quiso Al-Raschid profundizar más en este misterio y después de perdonar a Abu-Nowas, le dio una suma doble de la recibida por los otros poetas.

Cuando el rey Schahriar hubo oído esta anécdota, exclamó: ‘¡No, por Alah! ¡No sería yo quien perdonase a ese Abu-Nowas, y habría profundizado en aquel misterio y hubiera hecho que cortaran la cabeza a ese pillo! ¡No quiero, Schehrazada, que me hables más de ese canalla que no respetaba a califas ni a leyes! ¿Lo oyes bien?’

Y dijo Rchehrazada: ‘Entonces ¡oh rey afortunado! voy a contarle la anécdota del asno.

El asno

Un día, un buen hombre entre esos hombres que parecen llamados a que se burlen de ellos los demás, iba por el zoco llevando detrás de él a su asno atado con una sencilla cuerda que servía de cabestro al animal. Le divisó un ladrón muy experimentado, y resolvió robarle el asno. Participó su proyecto a uno de sus compañeros, que hubo de preguntarle: ‘¿Pero cómo te vas a arreglar para no llamar la atención del hombre?’ El otro contestó: ‘¡Sígueme y ya verás!...’

En ese momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.

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viernes, 21 de agosto de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La tricentésima septuagésima octava noche

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Pero cuando llegó la 378ª noche

Ella dijo:

‘¿... A qué obedece el que no lo hagas?’

Levantó entonces ella la cabeza, me miró con los ojos muy abiertos, y me contestó con los versos siguientes:

¡Teñidos estuvieron antaño, pero desapareció su color y les queda el tiempo!

¡Para qué teñirlos ahora, si cuando quiero puedo balancear mi grupa fastuosamente, y hacérmelo meter a capricho por delante o por detrás?

Y dijo luego Schehrazada:


La cuestión zanjada

Cuentan que el visir Giafar recibió en su casa una noche al califa Harún Al-Raschid y no escatimó nada para divertirle agradablemente. De pronto dijo el califa: ‘Giafar, he sabido que compraste para ti una esclava muy bella, en la que había puesto los ojos yo y que quise comprar para mí mismo. ¡Deseo, pues, que me la cedas por el precio que te convenga!’ Giafar contestó: ‘No tengo la menor intención de venderla, ¡oh Emir de los Creyentes!’ El califa dijo: ‘¡Entonces, ofrécemela como regalo!’ Giafar contestó: ‘Tampoco tengo esa intención, ¡oh Emir de los Creyentes!’

Entonces frunció las cejas Al-Raschid y exclamó: ‘¡Juro por los tres juramentos' que al instante me divorciaré de mi esposa Sett Zobeida, si no quieres consentir en venderme la esclava o en cedérmela!’ Giafar contestó: ‘¡Juro por los tres juramentos que al instante me divorciaré de mi esposa, madre de mis hijos, si consiento en venderte la esclava o en cedértela!’ (Ver la historia del desligador en Grano de Belleza [249ª – 269ª noches)

Cuando hubieron hecho tal juramento ambos, comprendieron de pronto que habían ido demasiado lejos, cegados por los vapores del vino, y de común acuerdo se preguntaron qué medio emplearían para salir del apuro. Después de algunos instantes de perplejidad y reflexión, dijo Al- Raschid: ‘¡Para salir de este trance tan apurado, no tenemos más remedio que recurrir a las luces del kadí Abi-Yussuf, que tan versado está en la jurisprudencia del divorcio!’ Enviaron a buscarle en seguida, y Abi-Yussuf pensó: ‘¡Cuando el califa envía a buscarme a media noche, es porque en el Islam ocurre algún acontecimiento muy grave!’ Luego salió de su casa a toda prisa, aparejó su mula, y dijo a su esclavo, que iba detrás de la mula: ‘¡Llévate el saco de forraje del animal, que no ha terminado su ración todavía, y no te olvides de colgárselo de la cabeza a nuestra llegada, para que siga comiendo!’

Cuando entró en la sala donde le esperaban el califa y Giafar, el califa se levantó en honor suyo y le hizo sentarse a su lado, privilegio que no concedía nunca más que a Abi-Yussuf. Luego le dijo: ‘¡Te he llamado para un asunto de la mayor gravedad!’ Y le explicó el caso. Entonces dijo Abi- Yussuf: ‘¡Pero si la solución es la cosa más sencilla del mundo!’ Se encaró entonces con Giafar, y le dijo: ‘¡No tienes más que vender al califa media esclava y regalarle la otra media!’

Esta solución entusiasmó en extremo al califa, que admiró toda su sutileza, porque a ambos los desligaba de su juramento, haciéndole beneficiarse con la esclava que anhelaba. Llamaron, pues, a la esclava, y dijo el califa: ‘No puedo esperar a que pase el tiempo reglamentario para la liberación definitiva que me permite tomar la esclava a su primer amo. Es preciso, pues, ¡oh Abi- Yussuf! que des también con el medio de lograr inmediatamente esa liberación’. Abi-Yussuf contestó: ‘¡La cosa es todavía más fácil! ¡Que hagan venir a un mameluco joven!’ Al punto hicieron ir al mameluco en cuestión, y dijo Abi-Yussuf: ‘Para que sea lícita esta liberación inmediata, es necesario que la esclava esté casada legítimamente. ¡Voy, pues a dársela en matrimonio a este mameluco, quien mediante una retribución se divorciará de ella antes de tocarla! Y solamente ¡oh Emir de los Creyentes! podrá pertenecerte como concubina la esclava’. Y se encaró con el mameluco y le dijo: ‘¿Aceptas como esposa legítima esta esclava?’ El otro contestó: ‘¡La acepto!’ Entonces le dijo el kadí: ‘¡Ya estás casado! ¡He aquí ahora mil dinares para ti! ¡Divórciate de ella!’ El mameluco contestó: ‘¡Ya que me casé legítimamente, quiero permanecer casado, porque me gusta la esclava! ‘

Al oír esta respuesta del mameluco, el califa frunció las cejas con cólera, y dijo al kadí: ‘¡Por el honor de mis antepasados, que la solución que buscaste va a llevarte a la horca!’ Pero Abi-Yussuf dijo sonriendo: ‘¡No se preocupe nuestro dueño el califa de la respuesta de este mameluco, y convénzase de que es más fácil que nunca la solución ahora!’

Luego añadió: ‘Solamente has de permitirme ¡oh Emir de los Creyentes! que me conduzca con este mameluco como si fuera un esclavo mío’. El califa le dijo: ‘¡Te lo permito! ¡Es tu esclavo y tu propiedad!’ Entonces Abi-Yussuf se encaró con la joven y le dijo: ‘¡Te regalo este mameluco y te lo doy como esclavo comprado! ¿Le aceptas así?’ Ella contestó: ‘¡Le acepto!’ Abi-Yussuf exclamó: ‘En ese caso, queda anulado el matrimonio que acaba de contraer contigo. ¡Y ya estás desligada de él! ¡Así lo ordena la ley del matrimonio! ¡He sentenciado!’

Al oír esta sentencia, Al-Raschid se irguió sobre ambos pies y exclamó en el límite de la admiración: ‘¡Oh Abi-Yussuf, no tienes par en el Islam!’ E hizo que le entregaran una gran bandeja llena de oro y le rogó que la aceptase. El kadí dio las gracias al califa; pero no supo como llevar consigo todo aquel oro. De pronto se acordó del saco de la mula, en el que cabía un celemín, y tras de mandar por él vació todo el oro de la bandeja y se marchó.

Esta anécdota nos demuestra que el estudio de la jurisprudencia hace ricos a los hombres. ¡Sea, pues, con todos ellos la misericordia de Alah!’

Luego dijo Schehrazada:


Abu- Nowas y el baño de Sett Zobeida

Cuentan que el califa Harún Al-Kaschid, que amaba con un amor extremado a su esposa y prima Sett Zobeida, había hecho construir, en un jardín reservado para ella sola, un estanque de agua rodeado por un bosquecillo de árboles frondosos, donde podía bañarse sin exponerse nunca a las miradas de los hombres y a los rayos del sol, pues el follaje era impenetrable.

Y he aquí que un día en que hacía mucho calor, Sett Zobeida fue al bosquecillo completamente sola, se desnudó del todo al borde del estanque y se metió en el agua. Pero no sumergió más que sus piernas hasta las rodillas, porque la daba miedo el escalofrío que produce el agua al sumergirse de una vez y, además, porque no sabía nadar. Pero con un jarro que había traído se vertía en los hombros agua poco a poco, estremeciéndose con la caricia húmeda de su frescura.

El califa, que la había visto encaminarse al estanque, la siguió sigilosamente, y amortiguando sus pisadas, llegó cuando ella estaba ya desnuda. A través de las hojas, se puso él a observar y admirar la desnudez de su esposa, blanca sobre el agua. Como tenía la mano apoyada en una rama, la rama rechinó de pronto, y Sett Zobeida...

En ese momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.”

Continuará: La tricentésima septuagésima novena noche

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jueves, 20 de agosto de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La tricentésima septuagésima séptima noche

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Pero cuando llegó la 377ª noche

Ella dijo:

... Decía una: ‘¡Oh hermana mía! ¿Cómo puedes soportar la rudeza de la barba de tu amante cuando, al besarte, te frota con ella los senos y las espinas de su bigote rozan las mejillas y los labios? ¿Qué haces para que no te lastime y desgarre la piel cruelmente cada vez? Créeme, hermana mía; cambia de enamorado y haz lo que yo; búscate a un joven con un ligero vello en las mejillas deseables cual una fruta, con una carne delicada que se derrita en tu boca durante el beso. ¡Por Alah, que ya sabrá él compensar a tu lado su falta de barba con muchas otras cosas llenas de sabor!’

Al oír estas palabras, le contestó su compañera: ‘¡Qué tonta eres, hermana mía, y cómo careces de finura y buen sentido! ¿Acaso no sabes que el árbol sólo resulta hermoso cuando está lleno de hojas, y el cohombro sólo resulta sabroso con su pelusa y con todas sus asperezas?; Hay en el mundo algo más feo que un hombre imberbe y calvo como una cotufa? Has de saber que la barba y el bigote son para el hombre lo que para las mujeres son las trenzas de pelo. ¡Y tan notorio es, que Alah el Altísimo (¡glorificado sea!) creó en el cielo especialmente a un ángel que no tiene otra ocupación que la de cantar alabanzas al Creador por haber dado barba a los hombres y dotado de cabellos largos a las mujeres! ¿A qué me hablas, pues, de elegir como enamorado a un joven imberbe? ¿Crees que consentiría yo en tenderme debajo de quien apenas se pone encima piensa en quitarse, apenas está en tensión piensa en aflojarse, apenas se une piensa en desatar el nudo, apenas se halla en su sitio piensa en abandonarlo, apenas adquiere consistencia piensa en derretirse, apenas erigido piensa en derruirse, apenas enlazado piensa en desligarse, apenas pegado piensa en despegarse, y apenas en funciones piensa en ceder? ¡Desengáñate, pobre hermana mía! ¡Nunca abandonaré al hombre que no se separa de la, que enlaza, que cuando entra permanece en su sitio, cuando se vacía se llena otra vez, cuando acaba recomienza, cuando se mueve es excelente, cuando funciona es superior, cuando da es generoso y cuando empuja perfora!’

Al oír tal explicación, exclamó la mujer que tenía el amante imberbe: ‘¡Por el Dueño de la Kaaba santa, ¡oh hermana mía! que me hiciste entrar en ganas de probar al hombre barbudo!

Luego, tras una corta pausa, dijo seguidamente Schehrazada:

El precio de los cohombros

Un día en que el emir Moinben-Zaida iba de caza, se encontró con un árabe que volvía del desierto montado en su borrico. Se puso delante de él, y después de las zalemas consiguientes, le preguntó: ‘¿Adónde vas, hermano árabe, y qué llevas envuelto tan cuidadosamente en ese saquito?’ El árabe contestó: ‘Voy en busca del emir Moinben para llevarle estos cohombros tempranos que ha dado la primera recolección de mis tierras. Como se trata del hombre más generoso que se conoce, estoy seguro que me pagará mis cohombros a un precio digno de su esplendidez’. El emir Moinben, a quien el árabe no había visto hasta entonces, le preguntó: ‘¿Y cuánto esperas que te dé por esos cohombros el emir Moinben?’ El árabe contestó: ‘¡Mil dinares de oro, por lo menos!’ El emir preguntó: ‘¿Y si te dice que eso es mucho?’ El otro contestó: ‘¡No le pediré más que quinientos!’ - ‘¿Y si te dice que es mucho?’ - ‘¡Cincuenta!’ - ‘¿Y si te dice que es mucho?’ - ‘¡Treinta! - ‘¿Y si te dice todavía que es mucho?’ - ‘¡Oh! ¡Entonces meteré mi borrico en su harem y me daré a la fuga con las manos vacías!’

Al oír estas palabras, Moinben se echó a reír y espoleó a su caballo para reunirse con su séquito y entrar enseguida en su palacio, donde dio orden a sus esclavos y a su chambelán para que dejaran entrar al árabe con sus cohombros.

Así es que cuando una hora más tarde llegó el árabe al palacio, el chambelán se apresuró a conducirle a la sala de recepción, donde le esperaba el emir Moinben sentado majestuosamente en medio de la pompa de la corte y rodeado por sus guardias, que ostentaban la espada desnuda en la mano. Y he aquí que el árabe estuvo muy lejos de reconocer en él al jinete que había encontrado en el camino y con el saco de cohombros en las manos esperó, después de las zalemas, a que el emir le interrogara. El emir le preguntó: ‘¿Qué me traes en ese saco, hermano árabe?’ El otro contestó: ‘¡Confiando en la esplendidez de nuestro dueño el emir, le traigo los primeros cohombros tempranos que nacieron en mi campo!’ - ‘¡Qué inspiración tan buena! ¿Y en cuánto estimas mi esplendidez?’ - ‘¡En mil dinares!’ - ‘¡Es mucho!’ - ‘¡En trescientos!’ ‘¡Es mucho!’ - ‘¡En ciento!’ - ‘¡Es mucho!’ - ‘¡En cincuenta!’ - ‘¡Es mucho!’ - ‘¡En treinta, entonces!’ - ¡También es mucho!’ Entonces exclamó el árabe: ‘¡Por Alah, que fue de real augurio el encuentro que tuve antes cuando vi en el desierto aquel rostro de brea! ¡No, por Alah, ¡oh emir! no puedo dar mis cohombros en menos de treinta dinares!'‘

Al oír estas palabras, sonrió sin contestar el emir Moinben. Entonces le miró el árabe, y al darse cuenta de que el hombre con quien se encontró en el desierto, no era otro que el propio emir Moinben dijo:

‘¡Por Alah, oh mi amo! ¡haz que traigan los treinta dinares, porque tengo el borrico atado ahí a la puerta!’ A estas palabras, el emir Moinben rompió a reír de tal manera, que se cayó de trasero; e hizo llamar a su intendente y le dijo: ‘¡Es preciso contar inmediatamente mil dinares primero, luego quinientos, luego trescientos, luego ciento, luego cincuenta, y por último, treinta, para dárselos a este hermano árabe con objeto de que se decida a dejar atado donde está a su borrico!’ Y el árabe llegó al límite de la estupefacción al recibir mil novecientos ochenta dinares por un saco de cohombros. ¡Tanta era la esplendidez del emir Moinben! ¡Sea por siempre con todos ellos la misericordia de Alah!

Después dijo Schehrazada:

Cabellos blancos

Cuenta Aba-Suwaid:

‘Un día entré en un huerto para comprar fruta, y he aquí que desde lejos vi sentada a la sombra de un albaricoquero a una mujer peinándose. Cuando me acerqué a ella, noté que era vieja y que estaban blancos sus cabellos; pero su rostro resultaba perfectamente gentil y su tez fresca y deliciosa. Al ver que me acercaba a ella no hizo ningún movimiento para taparse el rostro ni ningún ademán para cubrirse la cabeza, y continuó, sonriendo, en su tarea de alisarse los cabellos con su peine, que era de marfil. Me paré enfrente de ella, y después de las zalemas, le dije: ‘¡Oh vieja de edad, pero joven de rostro! ¿Por qué no te tiñes los cabellos y parecerías entonces una joven de verdad? ¿A qué obedece el que no lo hagas?...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La tricentésima septuagésima octava noche

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miércoles, 19 de agosto de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La tricentésima septuagésima sexta noche

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Y cuando llegó la 376ª noche

Ella dijo:

…Entonces se encaró conmigo el kadí y me preguntó: ‘¿Y qué tienes tú que contestar?’

Yo ¡oh Emir de los Creyentes! estaba estupefacto con todo aquello.

Sin embargo, avancé un poco y contesté: ‘¡Eleve y honre Alah a nuestro amo el kadí! ¡Yo bien sé que en mi saco solamente hay un pabellón en ruinas, una casa sin cocina, un albergue para perros, una escuela de adultos, unos jóvenes que juegan a los dados, una guarida de salteadores, un ejército con sus jefes, la ciudad de Bassra y la ciudad de Bagdad, el palacio antiguo del emir Scheddad ben-Aad, un horno de herrero, una caña de pescar, una cayada de pastor, cinco buenos mozos, doce jóvenes intactas, y mil conductores de caravanas dispuestos a dar fe de que este saco es mi saco!’

Cuando el kurdo hubo oído mi respuesta, rompió a llorar y a sollozar, y luego exclamó con la voz entrecortada por las lágrimas: ‘¡Oh nuestro amo el kadí! este saco que me pertenece es conocido y reconocido, y todo el inundo sabe que es de mi propiedad. ¡Encierra, además, dos ciudades fortificadas y diez torres, dos alambiques de alquimista, cuatro jugadores de ajedrez, una yegua y dos potros, un semental y dos jacas, dos lanzas largas, dos liebres, un mozo experto y dos mediadores, un ciego y dos clarividentes, un cojo y dos paralíticos, un capitán marino, un navío con sus marineros, un sacerdote cristiano y dos diáconos, un patriarca y dos frailes y por último, un kadí y dos testigos dispuestos a dar fe de que este saco es mi saco!’

Al oír estas palabras se encaró conmigo el kadí y me preguntó: ‘¿Qué tienes que contestar a todo eso?’

Yo ¡oh Emir de los Creyentes! me sentía cargado de rabia hasta las narices. Me adelanté, no obstante, algunos pasos y contesté con toda la calma de que era capaz: ‘¡Alah esclarezca y consolide el juicio de nuestro amo el kadí! ¡Debo añadir que en este saco hay, además, medicamentos contra el dolor de cabeza, filtros y hechizos, cotas de malla y armarios llenos de armas, mil carneros destinados a luchar a cornadas, un parque con ganados, hombres dados a las mujeres, aficionados a los muchachos, jardines llenos de árboles y de flores, viñas cargadas de uvas, manzanas e higos, sombras y fantasmas, frascos y copas, recién casados con todo el séquito de su boda, gritos y chistes, doce cuescos vergonzosos, y otros tantos follones sin olor, amigos sentados en una pradera, banderas y pendones, una casada saliendo del hammam, veinte cantarinas, cinco hermosas esclavas abisinias, tres indias, cuatro griegas, cincuenta turcas, setenta persas, cuarenta cachemirenses, ochenta kurdas, otras tantas chinas, noventa georginas, todo el país del Irak, el Paraíso terrenal, dos establos, una mezquita, varios hammams, cien mercaderes, una tabla de madera, un clavo, un negro que toca el clarinete, mil dinares, veinte cajones llenos de tela, veinte danzarinas, cincuenta almacenes, la ciudad de Kufa, la ciudad de Gasa, Damieta, Assuán, el palacio de Khoshú -Anuschriván y el de Soleimán; todas las comarcas situadas entre Balkh e Ispahán, las Indias y el Sudán, Bagdad y el Khorassán; contiene, además -¡ Alah persevere los días de nuestro amo el kadí!- una mortaja, un ataúd y una navaja de afeitar para La barba del kadí, si el kadí no quisiera reconocer mis derechos y sentencias que este saco es mi saco!’

Cuando el kadí hubo oído todo aquello, nos miró y me dijo: ‘¡Por Alah, o sois dos bribones que os burláis de la ley y de su representante, o este saco debe ser un abismo sin fondo o el propio Valle del Día del Juicio!’

Y para comprobar mis palabras hizo al punto el kadí que se abriera el saco ante testigos. ¡Contenía unas cáscaras de naranjas y unos huesos de aceitunas!

Entonces, pasmado hasta el límite del pasmo, declaré al kadí que aquel saco pertenecía al kurdo, pero que el mío había desaparecido, y me marché’.

Cuando el califa Harún Al-Raschid hubo escuchado esta historia, le tiró de espalda la fuerza explosiva de su risa, e hizo un magnífico regalo a Alí el Persa. ¡Y aquella noche durmió con un profundo sueño hasta por la mañana!

Luego añadió Schehrazada: ‘Pero no creas ¡oh rey afortunado! que es menos deliciosa esta anécdota que aquella otra en que Al-Raschid se encuentra en un apurado caso de amor’. Y preguntó el rey Schahriar: ‘¿Qué anécdota es esa que no conozco?’

Entonces Schehrazada dijo:


Al-Raschid, justiciero de amor

Cuentan que una noche en que Harún Al-Raschid estaba acostado entre dos hermosas jóvenes que le gustaban por igual, y de las cuales una era de Medina y otra de Kufa, no quería expresar con la terminación final su preferencia por una en detrimento de la otra. Debía, pues, alcanzar tal premio la que hiciera más méritos para ello. Así es que la esclava de Medina empezó por cogerle de las manos y se puso a acariciarle dulcemente, en tanto que la de Kufa, echada un poco más abajo, le frotaba los pies, aprovechándose de la ocasión para deslizar su mano hasta la mercancía de más arriba y sopesarla de cuando en cuando.

Bajo la influencia de este tanteo delicado, la mercancía empezó de pronto a aumentar de peso considerablemente. Entonces se apresuró a apoderarse de ella la esclava de Kufa, y trayéndola toda hacia sí, la ocultó entre sus manos; pero la esclava de Medina, le dijo: ‘¡Ya veo que guardas el capital para ti sola y no piensas dejarme siquiera los intereses!’

Y con un ademán rápido rechazó a su rival y se apoderó del capital a su vez, oprimiéndole cuidadosamente con las manos.

Entonces la esclava defraudada, que estaba muy versada en el conocimiento de las tradiciones del Profeta, dijo a la esclava de Medina: ‘Yo soy quien debe tener derecho al capital, en virtud de estas palabras del Profeta (¡con él la plegaria y la paz!): ‘¡Quien hace revivir una tierra muerta, se convierte en su único propietario!’

Pero la esclava de Medina, que no cedía la mercancía, no estaba menos versada en la Suma que su rival de Kufa, y le contestó al punto: ‘El capital me pertenece en virtud de estas palabras del Profeta (¡con él la plegaria y la paz!) que nos fueron conservadas y transmitidas por Sofián: ‘¡La casa pertenece, no a quien la levanta, sino a quien le da alcance!’

Cuando oyó estas citas el califa, le parecieron tan justas, que satisfizo por igual a ambas jóvenes aquella noche.

Luego añadió Schehrazada: ‘Pero ninguna de estas anécdotas ¡oh rey afortunado! vale tanto como aquella en que dos mujeres discuten para saber si en amor conviene dar la preferencia al joven o al hombre maduro.


¿Para quién la preferencia?
¿Para el joven o para el hombre maduro?

La anécdota siguiente nos la relata Abul-Afina. Dice.

‘Un día había yo subido a mi terraza para tomar el aire, cuando oí una conversación de mujeres en la terraza contigua. Las que así charlaban eran dos esposas de mi vecino, cada una de las cuales tenía un amante que la contentaba como no lo hacía el esposo viejo e impotente. Pero el amante de una era un hermoso joven de lo más tierno aún y con las mejillas sonrosadas e imberbes, y el amante de la otra era un hombre maduro y peludo; de barba compacta y espesa. Y he aquí que sin saber que las escuchaban, mis dos vecinas discutían precisamente acerca de los méritos respectivos de sus enamorados. Decía una...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La tricentésima septuagésima séptima noche

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martes, 18 de agosto de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La tricentésima septuagésima quinta noche

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Y cuando llegó la 375ª noche

Dijo Schehrazada:

...El joven aceptó la proposición, y llegada la noche, fingió dormir, y cuando el visir se retiró a su estancia, subió él a la terraza, donde ya le esperaba el jeique, que en seguida le cogió de la mano y se dio prisa a conducirle a su terraza, en la que ya estaban dispuestas las copas llenas y las frutas. Se sentaron, pues, a la luz de la luna en la esterilla blanca, y con la inspiración propicia en la serenidad de la hermosa noche, se pusieron a cantar y a beber, en tanto que los dulces rayos del astro les iluminaban hasta el éxtasis.

Mientras dejaban transcurrir así el tiempo ellos, el visir Badr pensó, antes de acostarse, ir a ver a su hermano pequeño, y se sorprendió mucho al no encontrarle. Dedicóse a buscarle por toda la casa, y acabó por subir a la terraza y acercarse a la tapia divisoria; vio entonces a su hermano y al jeique con la copa en la mano, cantando sentados uno junto a otro. Pero el jeique también había tenido tiempo de verle avanzar desde lejos, y con un aplomo admirable interrumpió la canción que estaba diciendo, para improvisar estos versos que cantó con el mismo motivo y sin cambiar de tono:

¡Me hace beber un vino mezclado con la saliva de su boca; y el rubí de la copa brilla en sus mejillas, que se coloran a la vez con la púrpura del pudor!

¿Qué nombre le daré? Su hermano se llama ya la Luna Llena de la Religión, y en verdad que nos alumbra como la luna en este momento. ¡Le llamaré, pues, la Luna Llena de la Belleza!

Cuando el visir Badreddin hubo oído estos versos, que contenían la alusión tan delicada con respecto a él, como era discreto y muy galante, y como tampoco veía que ocurriera nada inconveniente, se retiró, diciendo: ‘¡Por Alah! ¡No seré yo quien turbe su coloquio!’ Y los otros dos llegaron a sentir una felicidad perfecta.

Y después de contar esta anécdota, Schehrazada se detuvo un instante, y dijo luego:


El saco prodigioso

Cuentan que el califa Harún Al-Raschid, atormentado una noche por uno de sus frecuentes insomnios, llamó a Giafar, su visir, y le dijo: ‘¡Oh Giafar! esta noche tengo extremadamente oprimido el pecho por el insomnio, y anhelo mucho ver cómo te arreglas para dilatármelo!’

Giafar contestó: ‘¡Oh Emir de los Creyentes! tengo un amigo llamado Alí el Persa, que posee en su alforja una porción de historias deliciosas a propósito para borrar las penas más tenaces y calmar los humores irritados’

Al-Raschid contestó: ‘¡Venga, pues, a mi presencia al instante tu amigo!’ Y Giafar le puso enseguida entre las manos del califa, que le hizo sentarse y le dijo: ‘¡Escucha, Alí! Me han dicho que sabes historias capaces de disipar la pena y el fastidio, y hasta de procurar el sueño a quien sufre insomnio. ¡Deseo de ti una de esas historias!’ Alí el Persa contestó: ‘¡Escucho y obedezco, oh Emir de los Creyentes! ¡Pero no sé si debo contarte algo que haya oído con mis oídos o algo que haya visto con mis ojos!’ Al-Raschid dijo: ‘¡Prefiero una historia en que tú mismo intervengas!’

Entonces dijo Alí el Persa:

‘Un día estaba yo sentado en mi tienda vendiendo y comprando, cuando llegó un kurdo para ajustar conmigo algunos objetos; pero de pronto se apoderó de un saquito que había delante de mí, y sin tomarse el trabajo de ocultarlo quiso llevárselo, como si le perteneciese absolutamente desde que nació. Entonces me planté en la calle de un salto, le agarré por el faldón de su traje y le insté a que me devolviera mi saco; pero se encogió de hombros, y me dijo: ‘¡Pero si este saco me pertenece con todo lo que tiene!’

Entonces grité en el límite de la sofocación: ‘¡Oh musulmanes, salvad de las manos de ese descreído lo que es mío!’ Al oír mis gritos, todo el zoco se agrupó a nuestro alrededor, y los mercaderes me aconsejaron que fuese a quejarme al kadí en el instante. Acepté y me ayudaron a arrastrar a casa del kadí al kurdo que me robó mi saco.

Cuando estuvimos en presencia del kadí, nos mantuvimos de pie respetuosamente entre sus manos, y empezó por preguntarnos él: ‘¿Quién de vosotros es el querellante y de quién se querella?’

Entonces el kurdo, sin darme tiempo para abrir la boca, se adelantó algunos pasos y contestó: ‘¡Dé Alah su apoyo a nuestro amo el kadí! Este saco que tengo es mi saco, y me pertenece todo lo que contiene. ¡Lo había perdido y acabo de encontrarlo delante de este hombre!’

El kadí le preguntó: ‘¿Cuándo lo perdiste?’ El otro contestó: ‘¡Durante el día de ayer, y su pérdida me impidió dormir toda la noche!’ El kadí le dijo: ‘¡En ese caso, enumérame los objetos que contiene!’

Entonces, sin dudar un instante, contestó el kurdo: ‘En mi saco ¡oh nuestro amo el kadí! hay dos frascos de cristal llenos de kohl, dos varillas de plata para extender el kohl, un pañuelo, dos vasos de limonada con el borde dorado, dos antorchas, ojos cucharas, un almohadón, dos tapetes para mesa de juego, dos pucheros con agua, dos azafates, una bandeja, un a marmita, un depósito de agua de barro cocido; un cazo de cocina, una aguja de hacer calceta, dos sacos con provisiones, una gata preñada, dos perras, una escudilla con arroz, dos burros, dos literas para mujer, un traje de paño, dos pellizas, una vaca, dos becerros, una oveja con dos corderos, una camella y dos camellitos, dos dromedarios de carrera con sus hembras, un búfalo y dos bueyes, una leona y dos leones, una osa, dos zorros, un diván, dos camas, un palacio con dos salones de recepción, dos tiendas de campaña de tela verde, dos doseles, una cocina con dos puertas, y una asamblea de kurdos de mi especie dispuestos a dar fe de que este saco es mi saco’.

Entonces se encaró conmigo el kadí y me preguntó...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La tricentésima septuagésima sexta noche

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lunes, 17 de agosto de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La tricentésima septuagésima cuarta noche

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Pero cuando llegó la 374ª noche

Ella dijo:

…Se acercó, pues, al jeique, y le preguntó: ‘¿Adónde se va, ¡oh venerable!?

’El jeique contestó: ‘¡A Bagdad, de vuelta de Bassra, que es mi país!’ Giafar preguntó: ‘¿Y a qué obedece un viaje tan largo?’ El otro contestó: ‘¡Por Alah!; ¡voy en busca de un médico bueno que me recete un colirio para mi ojo!’ Giafar dijo: ‘¡La suerte y la curación están entre las manos de Alah!, ¡oh jeique! Pero ¿qué me darás si para evitarte pesquisas y gastos te receto yo mismo aquí un colirio que te cure el ojo en una noche?''

El otro contestó: ‘¡Sólo Alah podría remunerarte con arreglo a tus méritos!’ Entonces Giafar se volvió hacia el califa y hacia Abu-Novas, y les guiñó el ojo; luego dijo al jeique: ‘Así es, mi buen tío, y no olvides la receta que voy a darte, porque es sencillísima.

Hela aquí: toma tres onzas de soplo de viento, tres onzas de rayos de sol y tres onzas de luz de linterna; lo mezclas todo cuidadosamente en un mortero sin fondo, y durante tres meses lo dejas expuesto al aire libre. Entonces tendrás que machacarlo durante dos o tres meses y verterlo en una escudilla agujereada, que expondrás al viento y al sol durante otros tres meses todavía. Después de hacer esto estará a punto el colirio, no tendrás más que espolvorearte con él el ojo trescientas veces la primera noche, cogiendo para ello tres dedadas grandes cada vez, y te dormirás. ¡Al día siguiente te despertarás curado, si Alah quiere!’

Al oír estas palabras, en prueba de gratitud y de respeto el jeique se puso de bruces encima de su burro delante de Giafar y de repente soltó un detestable cuesco seguido de dos largos follones, y dijo a Giafar:

‘Corre ¡oh médico! para recogerlos antes de que se desparramen. Por el momento es la única respuesta que da mi gratitud a tu remedio ventoso; pero ten la seguridad de que apenas me halle de regreso en mi tierra, si Alah quiere, te enviaré como regalo una esclava de trasero tan arrugado como un higo seco, la cual ha de proporcionarte tanto placer que expirará tu alma; y entonces sentirá tu esclava tanto dolor y tanta emoción al llorar sobre tu cadáver ¡que no podrá menos de mearse en tu rostro frío y regar tu barba seca!’

Y el jeique acarició tranquilamente a su asno y siguió su camino, en tanto que el califa se dejaba caer de trasero en el límite de la convulsión y reventaba de risa al ver la cara de su visir, inmóvil y mudo de sorpresa, y Abu-Nowas, que con un gesto paternal fingía felicitarle.

Al oír esta anécdota, se serenó de pronto el rey Schahriar y dijo a Schehrazada: ‘¡Date prisa, Schehrazada, a contarme aún esta noche una anécdota que sea tan divertida como la anterior, por lo menos!’

Y exclamó la pequeña Doniazada: ‘¡Oh Schehrazada; hermana mía, cuán dulces y sabrosas son tus palabras!’ Entonces, tras una pausa corta, Schehrazada dijo:


El jovenzuelo y su maestro

Cuentan que el visir Badreddin, gobernador del Yamán, tenía un hermano que era un joven dotado de una belleza tan incomparable, que a su paso volvían la cabeza hombres y mujeres para admirarle y hartarse los ojos de sus encantos. Así es que temeroso de que le sobreviniera alguna aventura considerable, el visir Badr le tenía cuidadosamente alejado de las miradas de los hombres y le impedía que se tratara con los jóvenes de su edad. Como no quería llevarle a la escuela por no poder vigilarle allí lo suficiente, hizo ir a la casa en calidad de maestro a un jeique venerable y piadoso, de costumbres notoriamente castas, y le puso entre sus manos. Y el jeique iba todos los días a ver a su discípulo, con el cual se encerraba algunas horas en una estancia que les había reservado el visir para dar las lecciones.

Al cabo de cierto tiempo, la belleza y los encantos del joven no dejaron de surtir su efecto habitual en el jeique, que acabó por quedar locamente prendado de su discípulo, y al verle sentía cantar a todos los pájaros de su alma que despertaban con sus cánticos cuanto estaba dormido en él.

Así es que sin saber qué hacer para calmar su emoción, decidióse un día a participar al joven la turbación de su alma y le declaró que no podía ya pasarse sin su presencia. Entonces, muy conmovido por la emoción de su maestro, le dijo el joven: ‘¡Ay! bien sabes que tengo las manos atadas y que mi hermano vigila todos mis movimientos’. El jeique suspiró, y dijo: ‘¡Quisiera pasar solo contigo una velada!’ El joven contestó: ‘¡Quién piensa en eso!’ Si durante el día me vigilan, ¡qué no será por las noches!’ El jeique añadió: ‘Ya lo sé; pero la terraza de mi casa está contigua y al mismo nivel que la terraza de esta casa en que nos hallamos, y te será fácil, cuando tu hermano se durmiera esta noche, subir sigilosamente allá, donde yo te esperaré y te llevaré conmigo, sin más que saltar la tapia divisoria, a mi terraza, en la que no vendrá nadie a vigilarnos’. El joven aceptó la proposición, diciendo: ‘¡Escucho y obedezco!’...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente:

Y el rey Schahriar se dijo: ‘¡En verdad que no la mataré antes de saber lo que pasó entre ese jovenzuelo y su maestro!’”

Continuará: La tricentésima septuagésima quinta noche

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Valram

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