sábado, 31 de julio de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La septingentésima cuadragésima segunda noche

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Pero cuando llegó la 742ª noche

Ella dijo:

‘...Al día siguiente, al despertarse, empezaron por besarse mucho, y Aladino dijo a su madre que su aventura le había corregido para siempre de la travesura y haraganería, y que en lo sucesivo buscaría trabajo como un hombre. Luego, como aún tenía hambre, pidió el desayuno, y su madre le dijo: ‘¡Ay hijo mío! ayer por noche te di todo lo que había en casa, y ya no tengo ni un pedazo de pan. ¡Pero ten un poco de paciencia y aguarda a que vaya a vender el poco de algodón que hube de hilar estos últimos días, y te compraré algo con el importe de la venta!’

Pero contestó Aladino: ‘Deja el algodón para otra vez, ¡oh madre! y coge hoy esta lámpara vieja que me traje del subterráneo, y ve a venderla al zoco de los mercaderes de cobre. ¡Y probablemente sacarás por ella algún dinero que nos permita pasar todo el día!’ Y contestó la madre de Aladino: ‘¡Verdad dices, hijo mío! ¡Y mañana cogeré las bolas de vidrio que trajiste también de ese lugar maldito, e iré a venderlas en el barrio de los negros, que me las comprarán a más precio que los mercaderes de oficio!’

La madre de Aladino cogió, pues, la lámpara para ir a venderla; pero la encontró muy sucia, y dijo a Aladino: ‘¡Primero, hijo mío, voy a limpiar esa lámpara, que está sucia, a fin de dejarla reluciente y sacar por ella el mayor precio posible!’ Y fue a la cocina, se echó en la mano un poco de ceniza, que mezcló con agua, y se puso a limpiar la lámpara. Pero apenas había empezado a frotarla, cuando surgió de pronto ante ella, sin saberse de dónde había salido, un espantoso efrit, más feo indudablemente que el del subterráneo, y tan enorme que tocaba el techo con la cabeza. Y se inclinó ante ella y dijo con voz ensordecedora: ‘¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo!

¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!’

Cuando la madre de Aladino vio esta aparición, que estaba tan lejos de esperarse, como no estaba acostumbrada a semejantes cosas, se quedó inmóvil de terror; y se le trabó la lengua y se le abrió la boca; y loca de miedo y horror, no pudo soportar por más tiempo el tener a la vista una cara tan repulsiva y espantosa como aquella, y cayó desmayada.

Pero Aladino, que se hallaba también en la cocina, y que estaba ya un poco acostumbrado a caras de aquella clase, después de la que había visto en la cueva, quizás más fea y monstruosa, no se asustó tanto como su madre. Y comprendió que la causante de la aparición del efrit era aquella lámpara; y se apresuró a quitársela de las manos a su madre, que seguía desmayada; y la cogió con firmeza entre los diez dedos, y dijo al efrit: ‘¡Oh servidor de la lámpara! ¡Tengo mucha hambre, y deseo que me traigas cosas excelentes en extremo para que me las coma!’ Y el genni desapareció al punto, pero para volver un instante después, llevando en la cabeza una gran bandeja de plata maciza, en la cual había doce platos de oro llenos de manjares olorosos y exquisitos al paladar y a la vista, con seis panes muy calientes y blancos como la nieve y dorados por en medio, dos frascos grandes de vino añejo, claro y excelente, y en las manos un taburete de ébano incrustado de nácar y de plata, y dos tazas de plata. Y puso la bandeja en el taburete, colocó con presteza lo que tenía que colocar y desapareció discretamente.

Entonces Aladino, al ver que su madre seguía desmayada, le echó en el rostro agua de rosas, y aquella frescura, complicada con las deliciosas emanaciones de los manjares humeantes, no dejó de reunir los espíritus dispersos y de hacer volver en sí a la pobre mujer. Y Aladino se apresuró a decirle: ‘¡Vamos, ¡oh madre! eso no es nada! ¡Levántate y ven a comer! ¡Gracias a Alah, aquí hay con qué reponerte por completo el corazón y los sentidos y con qué aplacar nuestra hambre! ¡Por favor, no dejemos enfriar estos manjares excelentes!’

Cuando la madre de Aladino vio la bandeja de plata encima del hermoso taburete, los doce platos de oro con su contenido, los seis maravillosos panes, los dos frascos y las dos tazas, y cuando percibió su olfato el olor sublime que exhalaban todas aquellas cosas buenas, se olvidó de las circunstancias de su desmayo, y dijo a Aladino: ‘¡Oh hijo mío! ¡Alah proteja la vida de nuestro sultán! ¡Sin duda ha oído hablar de nuestra pobreza y nos ha enviado esta bandeja con uno de sus cocineros!’

Pero Aladino contestó: ‘¡Oh madre mía! ¡No es ahora el momento oportuno para suposiciones y votos! Empecemos por comer, y ya te contaré después lo que ha ocurrido’.

Entonces la madre de Aladino fue a sentarse junto a él, abriendo unos ojos llenos de asombro y de admiración ante novedades tan maravillosas; y se pusieron ambos a comer con gran apetito. Y experimentaron con ello tanto gusto, que se estuvieron mucho rato en torno a la bandeja, sin cansarse de probar manjares tan bien condimentados, de modo y manera que acabaron por juntar la comida de la mañana con la de la noche. Y cuando terminaron por fin, reservaron para el día siguiente los restos de la comida. Y la madre de Aladino fue a guardar en el armario de la cocina los platos y su contenido, volviendo enseguida al lado de Aladino para escuchar lo que tenía él que contarle acerca de aquel generoso obsequio. Y Aladino le reveló entonces lo que había pasado, y cómo el genni servidor de la lámpara hubo de ejecutar la orden sin vacilación.

Entonces la madre de Aladino, que había escuchado el relato de su hijo con un espanto creciente, fue presa de gran agitación, y exclamó: ‘¡Ah hijo mío! por la leche con que nutrí tu infancia te conjuro a que arrojes lejos de ti esa lámpara y te deshagas de ese anillo, donde los malditos efrits, pues no podré soportar por segunda vez la vista de caras tan feas y espantosas, y me moriré a consecuencia de ello sin duda. Por cierto que me parece que estos manjares que acabo de comer se me suben a la garganta y van a ahogarme. ¡Y además, nuestro profeta Mohamed (¡bendito sea!) nos recomendó mucho que tuviéramos cuidado con los genni y los efrits, y no buscáramos su trato nunca!’

Aladino contestó: ‘¡Tus palabras, madre mía, están por encima de mi cabeza y de mis ojos! ¡Pero, realmente, no puedo deshacerme de la lámpara ni del anillo! Porque el anillo me fue de suma utilidad al salvarme de una muerte segura en la cueva, y tú misma acabas de ser testigo del servicio que nos ha prestado esta lámpara, la cual es tan preciosa, que el maldito maghrebín no vaciló en venir a buscarla desde tan lejos. ¡Sin embargo, madre mía, para darte gusto y por consideración a ti, voy a ocultar la lámpara, a fin de que su vista no te hiera los ojos y sea para ti motivo de temor en el porvenir!’

Y contestó la madre de Aladino: ‘¡Haz lo que quieras, hijo mío! ¡Pero, por mi parte, declaro que no quiero tener que ver nada con los efrits, ni con el servidor del anillo, ni con el de la lámpara! ¡Y deseo que no me hables más de ellos, suceda lo que suceda...!

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La septingentésima cuadragésima tercera noche

Noticias de referencia:
Las mil y una noches, denunciado por indecente
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viernes, 30 de julio de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La septingentésima cuadragésima primera noche

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Pero cuando llegó la 741ª noche

Ella dijo:

‘...Y he aquí que, cuando el desesperado Aladino frotó, sin querer, el anillo que llevaba en el pulgar y cuya virtud ignoraba, vio surgir de pronto ante él, como si brotara de la tierra, un inmenso y gigantesco efrit, semejante a un negro embetunado, con una cabeza como un caldero, y una cara espantosa, y unos ojos rojos, enormes y llameantes, el cual se inclinó ante él, y con una voz tan retumbante cual el rugido del trueno, le dijo ‘¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor del anillo en la tierra, en el aire y en el agua!’

Al ver aquello, Aladino, que no era valeroso, quedó muy aterrado; y en cualquier otro sitio y en cualquier otra circunstancia hubiera caído desmayado o hubiera procurado escapar. Pero en aquella cueva, donde ya se creía muerto de hambre y de sed, la intervención de aquel espantoso efrit parecióle un gran socorro, sobre todo cuando oyó la pregunta que le hacía. Y al fin pudo mover la lengua y contestar: ‘¡Oh gran jeique de los efrits del aire, de la tierra y del agua, sácame de esta cueva!’ Apenas había él pronunciado estas palabras, se conmovió y se abrió la tierra por encima de su cabeza, y en un abrir y cerrar de ojos sintióse transportado fuera de la cueva, en el mismo paraje donde encendió la hoguera el magbrebín. En cuanto al efrit, había desaparecido.

Entonces, todo tembloroso de emoción todavía, pero muy contento por verse de nuevo al aire libre, Aladino dio gracias a Alah el Bienhechor que le había librado de una muerte cierta y le había salvado de las emboscadas del maghrebín. Y miró en torno suyo y vio a lo lejos la ciudad en medio de sus jardines. Y se apresuró a desandar el camino por donde le había conducido el mago, dirigiéndose al valle sin volver la cabeza atrás ni una sola vez. Y extenuado y falto de aliento, llegó ya muy de noche a la casa en que le esperaba su madre lamentándose, muy inquieta por su tardanza. Y corrió ella a abrirle, llegando a tiempo para acogerle en sus brazos, en los que cayó el joven desmayado, sin poder resistir más la emoción.

Cuando a fuerza de cuidados volvió Aladino de su desmayo, su madre le dio a beber de nuevo un poco de agua de rosas. Luego, muy preocupada, le preguntó qué le pasaba. Y contestó Aladino: ‘¡Oh madre mía, tengo mucha hambre! ¡Te ruego, pues, que me traigas algo de comer, porque no he tomado nada desde esta mañana!’

Y la madre de Aladino corrió a llevarle lo que había en la casa. Y Aladino se puso a comer con tanta prisa, que su madre le dijo, temiendo que se atragantara: ‘¡No te precipites, hijo mío, que se te va a reventar la garganta! ¡Y si es que comes tan aprisa para contarme cuanto antes lo que me tienes que contar, sabe que tenemos por nuestro todo el tiempo! ¡Desde el momento en que volví a verte estoy tranquila, pero Alah sabe cuál fue mi ansiedad cuando noté que avanzaba la noche sin que estuvieses de regreso!’

Luego se interrumpió para decirle: ‘¡Ah hijo mío! ¡Modérate, por favor, y coge trozos más pequeños!’ Y Aladino, que había devorado en un momento todo lo que tenía delante, pidió de beber, y cogió el cantarillo de agua y se lo vació en la garganta sin respirar. Tras de lo cual se sintió satisfecho, y dijo a su madre: ‘¡Al fin voy a poder contarte ¡oh madre mía! todo lo que me aconteció con el hombre a quien tú creías mi tío, y que me ha hecho ver la muerte a dos dedos de mis ojos! ¡Ah! ¡tú no sabes que ni por asomo era tío mío ni hermano de mi padre ese embustero que me hacía tantas caricias y me besaba tan tiernamente, ese maldito maghrebín, ese hechicero, ese mentiroso, ese bribón, ese embaucador, ese enredador, ese perro, ese sucio, ese demonio que no tiene par entre los demonios sobre la faz de la tierra! ¡Alejado sea el Maligno!’

Luego añadió: ‘¡Escucha ¡oh madre! lo que me ha hecho!’ Y dijo todavía: ‘¡Ah! ¡Qué contento estoy de haberme librado de sus manos!’ Luego se detuvo un momento, respiró con fuerza, y de repente, sin tomar aliento, contó cuanto le había sucedido, desde el principio hasta el fin, incluso la bofetada, la injuria y lo demás, sin omitir un solo detalle. Pero no hay ninguna utilidad en repetirlo.

Y cuando hubo acabado su relato se quitó el cinturón y dejó caer en el colchón que había en el suelo la maravillosa provisión de frutas transparentes y coloreadas que hubo de coger en el jardín. Y también cayó la lámpara en el montón, entre bolas de pedrería.

Y añadió él para terminar: ‘¡Esa es ¡oh madre! mi aventura con el mago, y aquí tienes lo que me ha reportado mi viaje al subterráneo!’ Y así diciendo, mostraba a su madre las bolas maravillosas, pero con un aire desdeñoso que significaba: ‘¡Ya no soy, un niño para jugar con bolas de vidrio!’

Mientras estuvo hablando su hijo Aladino la madre le escuchó, lanzando, en los pasajes más sorprendentes o más conmovedores del relato, exclamaciones de cólera contra el mago y de conmiseración para Aladino. Y no bien acabó de contar él tan extraña aventura, no pudo ella reprimirse más, y se desató en injurias contra el maghrebín, motejándole con todos los dicterios que para calificar la conducta del agresor puede encontrar la cólera de una madre que ha estado a punto de perder a su hijo. Y cuando se desahogó un poco, apretó contra su pecho a su hijo Aladino y le besó llorando, y dijo: ‘¡Debemos gracias a Alah ¡oh hijo mío! que te ha sacado sano y salvo de manos de ese hechicero maghrebín! ¡Ah traidor, maldito! ¡Sin duda quiso tu muerte por poseer esa miserable lámpara de cobre que no vale medio dracma! ¡Cuánto le detesto! ¡Cuánto abomino de él!

¡Por fin te recobré, pobre niño mío, hijo mío Aladino! ¡Pero qué peligros no corriste por culpa mía, que debí adivinar, no obstante, en los ojos bizcos de ese maghrebín, que no era tío tuyo ni nada allegado, sino un mago maldito y un descreído!’

Y así diciendo, la madre se sentó en el colchón con su hijo Aladino, y le meció dulcemente. Y Aladino, que no había dormido desde hacía tres días, preocupado por su aventura con el maghrebín, no tardó en cerrar los ojos y en dormirse en las rodillas de su madre, halagado por el balanceo. Y le acostó ella en el colchón con mil precauciones, y no tardó en acostarse y en dormirse también junto a él.

Al día siguiente, al despertarse...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La septingentésima cuadragésima segunda noche

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jueves, 29 de julio de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La septingentésima cuadragésima noche

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Pero cuando llegó la 740ª noche

Ella dijo:

‘...Y había nacido verdaderamente en África, que es el país y el semillero de los magos y hechiceros de peor calidad. Y desde su juventud habíase dedicado con tesón al estudio de la hechicería y de los hechizos, y el arte de la geomancia, de la alquimia, de la astrología, de las fumigaciones y de los encantamientos. Y al cabo de treinta años de operaciones mágicas, por virtud de su hechicería, logró descubrir que en un paraje desconocido de la tierra había una lámpara extraordinariamente mágica que tenía el don de hacer más poderoso que los reyes y sultanes todos al hombre que tuviese la suerte de ser su poseedor. Entonces hubo de redoblar sus fumigaciones y hechicería, y con una última operación geomántica logró enterarse de que la lámpara consabida se hallaba en un subterráneo situado en las inmediaciones de la ciudad de Kolo-ka-tsé, en el país de China. (Y aquel paraje era precisamente el que acabamos de ver con todos sus detalles.) Y el mago se puso en camino sin tardanza, y después de un largo viaje había llegado a Kolo-ka-tsé, donde se dedicó a explorar los alrededores y acabó por delimitar exactamente la situación del subterráneo con lo que contenía. Y por su mesa adivinatoria se enteró de que el tesoro y la lámpara mágica estaban inscriptos, por los poderes subterráneos, a nombre de Aladino, hijo de Mustafá el sastre, y de que sólo él podría hacer abrirse el subterráneo y llevarse la lámpara, pues cualquier otro perdería la vida infaliblemente si intentaba la menor empresa encaminada a ello. Y por eso se puso en busca de Aladino, y cuando le encontró, hubo de utilizar toda clase de estratagemas y engaños para atraérsele y conducirle a aquel paraje desierto, sin despertar sus sospechas ni las de su madre. Y cuando Aladino salió con bien de la empresa, le había reclamado tan presurosamente la lámpara porque quería engañarle y emparedarle para siempre en el subterráneo. ¡Pero ya hemos visto cómo Aladino, por miedo a recibir una bofetada, se había refugiado en el interior de la cueva, donde no podía penetrar el mago, y cómo el mago, con objeto de vengarse, habíale encerrado allí dentro contra su voluntad para que se muriese de hambre y de sed!

Realizada aquella acción, el mago, convulso y echando espuma, se fue por su camino, probablemente a África, su país.

¡Y he aquí lo referente a él! Pero seguramente nos lo volveremos a encontrar.

¡He aquí ahora lo que atañe a Aladino!

No bien entró otra vez en el subterráneo, oyó el temblor de tierra producido por la magia del maghrebín, y aterrado, temió que la bóveda se desplomase sobre su cabeza, y se apresuró a ganar la salida. Pero al llegar a la escalera, vio que la pesada losa de mármol tapaba la abertura; y llegó al límite de la emoción y del pasmo. Porque, por una parte, no podía concebir la maldad del hombre a quien creía tío suyo y que le había acariciado y mimado, y por otra parte, no había para qué pensar en levantar la losa de mármol, pues le era imposible hacerlo desde abajo. En estas condiciones, el desesperado Aladino empezó a dar muchos gritos, llamando a su tío y prometiéndole, con toda clase de juramentos, que estaba dispuesto a darle en seguida la lámpara.

Pero claro es que sus gritos y sollozos no fueron oídos por el mago, que ya se encontraba lejos. Y al ver que su tío no le contestaba, Aladino empezó a abrigar algunas dudas con respecto a él, sobre todo al acordarse de que le había llamado hijo de perro, gravísima injuria que jamás dirigiría un verdadero tío al hijo de su hermano.

De todos modos, resolvió entonces ir al jardín, donde había luz, y buscar una salida por donde escapar de aquellos lugares tenebrosos. Pero al llegar a la puerta que daba al jardín observó que estaba cerrada y que no se abría ante él entonces. Enloquecido ya, corrió de nuevo a la puerta de la cueva y se echó llorando en los peldaños de la escalera. Y ya se veía enterrado vivo entre las cuatro paredes de aquella cueva, llena de negrura y de horror, a pesar de todo el oro que contenía. Y sollozó durante mucho tiempo, sumido en su dolor. Y por primera vez en su vida dio en pensar en todas las bondades de su pobre madre y en su abnegación infatigable, no obstante la mala conducta y la ingratitud de él. Y la muerte en aquella cueva hubo de parecerle más amarga, por no haber podido refrescar en vida el corazón de su madre mejorando algo su carácter y demostrándola de alguna manera su agradecimiento. Y suspiró mucho al asaltarle este pensamiento, y empezó a retorcerse los brazos y a restregarse las manos, como generalmente hacen los que están desesperados, diciendo, a modo de renuncia a la vida: ‘¡No hay recurso ni poder más que en Alah!’

Y he aquí que, con aquel movimiento, Aladino frotó sin querer el anillo que llevaba en el pulgar y que le había prestado el mago para preservarle de los peligros del subterráneo. Y no sabía aquel maghrebín maldito que el tal anillo había de salvar la vida de Aladino precisamente, pues de saberlo, no se lo hubiera confiado desde luego, o se hubiera apresurado a quitárselo, o incluso no hubiera cerrado el subterráneo mientras el otro no se lo devolviese. Pero todos los magos son, por esencia, semejantes a aquel maghrebín hermano suyo: a pesar del poder de su hechicería y de su ciencia maldita, no saben prever las consecuencias de las acciones más sencillas, y jamás piensan en precaverse de los peligros más vulgares. ¡Porque con su orgullo y su confianza en sí mismos, nunca recurren al Señor de las criaturas, y su espíritu permanece constantemente oscurecido por una humareda más espesa que la de sus fumigaciones, y tienen los ojos tapados por una venda, y van a tientas por las tinieblas!

Y he aquí que, cuando el desesperado Aladino frotó, sin querer, el anillo que llevaba en el pulgar y cuya virtud ignoraba...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La septingentésima cuadragésima primera noche

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miércoles, 28 de julio de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La septingentésima trigésima novena noche

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Y cuando llegó la 739ª noche

Ella dijo:

‘...Y en el pedestal de bronce vio la lámpara encendida. Y tendió la mano y la cogió. Y vertió en el suelo el contenido, y al ver que inmediatamente quedaba seco el depósito, se la ocultó en el pecho, sin temor a mancharse el traje. Y bajó de la terraza y llegó de nuevo al jardín.

Libre entonces de su preocupación, se detuvo un instante en el último peldaño de la escalera para mirar al jardín. Y se puso a contemplar aquellos árboles, cuyas frutas no había tenido tiempo de ver a la llegada. Y observó que los árboles de aquel jardín, en efecto, estaban agobiados bajo el peso de sus frutas, que eran extraordinarias de forma, de tamaño y de color. Y notó que, al contrario de lo que ocurre con los árboles de los huertos, cada rama de aquellos árboles tenía frutas de diferentes colores. Las había blancas, de un blanco transparente como el cristal, o de un blanco turbio como el alcanfor, o de un blanco opaco como la cera virgen. Y las había rojas, de un rojo como los granos de la granada o de un rojo como la naranja sanguínea. Y las había verdes, de un verde oscuro y de un verde suave; y había otras que eran azules y violetas y amarillas; y otras que ostentaban colores y matices de una variedad infinita.

¡El pobre de Aladino no sabía que las frutas blancas eran diamantes, perlas, nácar y piedras lunares; que las frutas rojas eran rubíes, carbunclos, jacintos, coral y cornalinas; que las verdes eran esmeraldas, berilos, jade, prasios y aguamarinas; que las azules eran zafiros, turquesas, lapislázuli y lazulitas; que las violetas eran amatistas, jaspes y sardonias; que las amarillas eran topacios, ámbar y ágatas; y que las demás, de colores desconocidos, eran ópalos, venturimas, crisólitos, cimófanos, hematitas, turmalinas, peridotos azabache y crisopacios! Y caía el sol a plomo sobre al jardín. Y los árboles despedían llamas de todas sus frutas, sin consumirse. Entonces, en el límite del placer, se acercó Aladino a uno de aquellos árboles y quiso coger algunas frutas para comérselas. Y observó que no se les podía meter el diente, y que no se asemejaban más que por su forma a las naranjas, a los higos, a los plátanos a las uvas, a las sandías, a las manzanas y a todas las demás frutas excelentes de la China. Y se quedó muy desilusionado al tocarlas; y no las encontró nada de su gusto. Y creyó que sólo eran bolas de vidrio coloreado, pues en su vida había tenido ocasión de ver piedras preciosas. Sin embargo, a pesar de su desencanto, se decidió a coger algunas para regalárselas a los niños que fueron antiguos camaradas suyos, y también a su pobre madre. Y cogió varias de cada color, llenándose con ellas el cinturón, los bolsillos y el forro de la ropa, guardándoselas asimismo entre el traje y la camisa y entre la camisa y la piel; y se metió tal cantidad de aquellas frutas, que parecía un asno cargado a un lado y a otro. Y agobiado por todo aquello, se alzó cuidadosamente el traje ciñéndoselo mucho a la cintura, y lleno de prudencia y de precaución atravesó con ligereza las tres salas de calderas y ganó la escalera de la cueva, a la entrada de la cual le esperaba ansiosamente el maghrebín.

Y he aquí que, en cuanto Aladino franqueó la puerta de cobre y subió el primer peldaño de la escalera, el maghrebín, que se hallaba encima de la abertura, junto a la entrada misma de la cueva, no tuvo paciencia para esperar a que subiese todos los escalones y saliese de la cueva por completo, y le dijo: ‘Bueno, Aladino, ¿dónde está la lámpara?’ Y Aladino contestó: ‘¡La tengo en el pecho!’ El otro dijo: ‘¡Sácala ya y dámela!’ Pero Aladino le dijo: ‘¿Cómo quieres que te la dé pronto, ¡oh tío mío! si está entre todas las bolas de vidrio con que me he llenado la ropa por todas partes? ¡Déjame antes subir esta escalera, y ayúdame a salir del agujero; y entonces descargaré todas estas bolas en lugar seguro, y no sobre estos peldaños, por los que rodarían y se romperían!

¡Y ahí podré sacarme del pecho la lámpara y dártela cuando esté libre de esta impedimenta insuperable! ¡Por cierto que se me ha escurrido hacia la espalda y me lastima violentamente en la piel, por lo que bien quisiera verme desembarazado de ella!’ Pero el maghrebín, furioso por la resistencia que hacía Aladino y persuadido de que Aladino sólo ponía estas dificultades porque quería guardarse para él la lámpara, le gritó con una voz espantosa como la de un demonio: ‘¡Oh hijo de perro! ¿Quieres darme la lámpara en seguida, o morir?’ Y Aladino, que no sabía a qué atribuir este cambio de modales de su tío, y aterrado al verle en tal estado de furor, y temiendo recibir otra bofetada más violenta que la primera, se dijo: ‘¡Por Alah, que más vale resguardarse!

¡Y voy a entrar de nuevo en la cueva mientras él se calma!’ Y volvió la espalda, y recogiéndose el traje, entró prudentemente en el subterráneo.

Al ver aquello, el maghrebín lanzó un grito de rabia, y en el límite del furor, pataleó y se convulsionó, arrancándose las barbas de desesperación por la imposibilidad en que se hallaba de correr tras de Aladino a la cueva vedada por los poderes mágicos. Y exclamó: ‘¡Ah maldito Aladino! ¡Vas a ser castigado como mereces!’ Y corrió hacia la hoguera, que no se había apagado todavía, y echó en ella un poco de polvo de incienso que llevaba consigo, murmurando una fórmula mágica. Y al punto la losa de mármol que servía para tapar la entrada de la cueva se cerró por sí sola y volvió a su sitio primitivo, cubriendo herméticamente el agujero de la escalera; y tembló la tierra y se cerró de nuevo; y el suelo se quedó tan liso como antes de abrirse. Y Aladino encontróse de tal suerte encerrado en el subterráneo.

Porque, como ya se ha dicho, el maghrebín era un mago insigne venido del fondo del Maghreb, y no un tío ni un pariente cercano o lejano de Aladino. Y había nacido verdaderamente en Africa, que es el país y el semillero de los magos y hechiceros de peor calidad...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La septingentésima cuadragésima noche

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martes, 27 de julio de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La septingentésima trigésima octava noche

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Y cuando llegó la 738ª noche

Ella dijo:

‘...Al oír estas palabras del maghrebín, el pobre Aladino se olvidó de sus fatigas y de la bofetada recibida, y contestó: ‘¡Oh tío mío! ¡Mándame lo que quieras y te obedeceré!’ Y el maghrebín le cogió en brazos y le besó varias veces en las mejillas, y le dijo: ‘¡Oh Aladino! ¡Eres para mí más querido que un hijo, pues que no tengo en la tierra más parientes que tú; tú serás mi único heredero, ¡oh hijo mío! Porque, al fin y al cabo, por ti, en suma, es por quien trabajo en este momento y por quien vine desde tan lejos. Y si estuve un poco brusco, comprenderás ahora que fue para decidirte a no dejar de alcanzar en vano tu maravilloso destino. ¡He aquí, pues, lo que tienes que hacer! ¡Empezarás por bajar conmigo al fondo del agujero, y cogerás la anilla de bronce y levantarás la losa de mármol!’ Y cuando hubo hablado así, se metió él primero en el agujero y dio la mano a Aladino para ayudarle a bajar. Y ya abajo, Aladino le dijo: ‘¿Pero cómo voy a arreglarme ¡oh tío mío! para levantar una losa tan pesada siendo yo un niño? ¡Si, al menos, quisieras ayudarme tú, me prestaría a ello con mucho gusto!’ El maghrebín contestó: ‘¡Ah, no! ¡Ah, no! ¡Si, por desgracia, echara yo una mano, no podrías hacer nada ya y tu nombre se borraría para siempre del tesoro! ¡Prueba tú solo y verás cómo levantas la losa con tanta facilidad como si alzaras una pluma de ave! ¡Sólo tendrás que pronunciar tu nombre y el nombre de tu padre y el nombre de tu abuelo al coger la anilla!’

Entonces se inclinó Aladino y cogió la anilla y tiró de ella, diciendo: ‘¡Soy Aladino, hijo del sastre Mustafá, hijo del sastre Alí!’ Y levantó con gran facilidad la losa de mármol, y la dejó a un lado. Y vio una cueva con doce escalones de mármol que conducían a una puerta de dos hojas de cobre rojo con gruesos clavos. Y el maghrebín le dijo: ‘Hijo mío Aladino, baja ahora a esa cueva. Y cuando llegues al duodécimo escalón entrarás por esa puerta de cobre, que se abrirá sola delante de ti. Y te hallarás debajo de una bóveda grande dividida en tres salas que se comunican unas con otras. En la primera sala verás cuatro grandes calderas de cobre llenas de oro líquido, y en la segunda sala cuatro grandes calderas de plata llenas de oro, y en la tercera sala cuatro grandes calderas de oro llenas de dinares de oro. Pero pasa sin detenerte y recógete bien el traje, sujetándotelo a la cintura para que no toques a las calderas; porque si tuvieras la desgracia de tocar con los dedos o rozar siquiera con tus ropas una de las calderas o su contenido, al instante te convertirás en una mole de piedra negra. Entrarás, pues, en la primera sala, y muy de prisa pasarás a la segunda, desde la cual, sin detenerte un instante, penetrarás en la tercera, donde verás una puerta claveteada, parecida a la de entrada, que al punto se abrirá ante ti. Y la franquearás, y te encontrarás de pronto en un jardín magnífico plantado de árboles agobiados por el peso de sus frutas. ¡Pero no te detengas allí tampoco! Lo atravesarás, caminando adelante todo derecho, y llegarás a una escalera de columnas con treinta peldaños, por los que subirás a una terraza. Cuando estés en esta terraza, ¡oh Aladino! ten cuidado, porque enfrente de ti verás una especie de hornacina al aire libre; y en esta hornacina, sobre un pedestal de bronce, encontrarás una lamparita de cobre. Y estará encendida esta lámpara. ¡Ahora, fíjate bien, Aladino! ¡Cogerás esta lámpara, la apagarás, verterás en el suelo el aceite y te la esconderás en el pecho enseguida! Y no temas mancharte el traje, porque el aceite que viertas no será aceite, sino otro líquido que no deja huella alguna en las ropas. ¡Y volverás a mí por el mismo camino que hayas seguido! Y al regreso, si te parece, podrás detenerte un poco en el jardín, y coger de este jardín tantas frutas como quieras. Y una vez que te hayas reunido conmigo, me entregarás la lámpara, fin y motivo de nuestro viaje y origen de nuestra riqueza y de nuestra gloria en el porvenir, ¡oh hijo mío!’

Cuando el maghrebín hubo hablado así, se quitó un anillo que llevaba al dedo y se lo puso a Aladino en el pulgar, diciéndole: ‘Este anillo, hijo mío, te pondrá a salvo de todos los peligros y te preservará de todo mal. ¡Reanima, pues, tu alma, y llena de valor tu pecho, porque ya no eres un niño, sino un hombre! ¡Y con ayuda de Alah, te saldrá bien todo! ¡Y disfrutaremos de riquezas y de honores durante toda la vida, y gracias a la lámpara!’ Luego añadió: ‘¡Pero te encarezco una vez más, Aladino, que tengas cuidado de recogerte mucho el traje y de ceñírtelo cuanto puedas, porque, de no hacerlo así, estás perdido y contigo el tesoro!’

Luego le besó, y acariciándole varias veces en las mejillas, le dijo: ‘¡Vete tranquilo!’

Entonces, en extremo animado, Aladino bajó corriendo por los escalones de mármol, y alzándose el traje hasta más arriba de la cintura, y ciñéndoselo bien, franqueó la puerta de cobre, cuya hojas se abrieron por sí solas al acercarse él. Y sin olvidar ninguna de las recomendaciones del maghrebín, atravesó con mil precauciones la primera, la segunda y la tercera salas, evitando las calderas llenas de oro; llegó a la última puerta, la franqueó, cruzó el jardín sin detenerse, subió los treinta peldaños de la escalera de columnas, se remontó a la terraza y encaminóse directamente a la hornacina que había frente a él. Y en el pedestal de bronce vio la lámpara encendida...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La septingentésima trigésima novena noche

Noticias de referencia:
Las mil y una noches, denunciado por indecente
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lunes, 26 de julio de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La septingentésima trigésima séptima noche

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Pero cuando llegó la 737ª noche

Ella dijo:

…Y en el fondo de aquel agujero apareció una losa horizontal de mármol de cinco codos de ancho con una anilla de bronce en medio.

Al ver aquello, Aladino, espantado, lanzó un grito, y cogiendo con los dientes el extremo de su traje, volvió la espalda y emprendió la fuga, agitando las piernas. Pero de un salto cayó sobre él el maghrebín y le atrapó. Y le miró con ojos medrosos, le zarandeó teniéndole cogido de una oreja, y levantó la mano y le aplicó una bofetada tan terrible, que por poco le salta los dientes, y Aladino quedó todo aturdido y se cayó al suelo.

Y he aquí que el maghrebín no le había tratado de aquel modo más que por dominarle de una vez para siempre, ya que le necesitaba para la operación que iba a realizar, y sin él no podía intentar la empresa para la que había venido. Así es que cuando le vio atontado en el suelo le levantó, y le dijo con una voz que procuró hacer muy dulce: ‘¡Sabe, Aladino, que si te traté así fue para enseñarte a ser un hombre! ¡Porque soy tu tío, el hermano de tu padre, y me debes obediencia!’ Luego añadió con una voz de lo más dulce: ‘¡Vamos, Aladino, escucha bien lo que voy a decirte, y no pierdas ni una sola palabra! ¡Porque si así lo haces sacarás de ello ventajas considerables y en seguida olvidarás los trabajos pasados!’ Y le besó, y teniéndole para en adelante completamente sometido y dominado, le dijo: ‘¡Ya acabas de ver, hijo mío, cómo se ha abierto el suelo en virtud de las fumigaciones y fórmulas que he pronunciado! ¡Pero es preciso que sepas que obré de tal suerte únicamente por tu bien; porque debajo de esta losa de mármol que ves en el fondo del agujero con un anillo de bronce se halla un tesoro que está inscripto a tu nombre y no puede abrirse más que con tu presencia! ¡Y este tesoro, que te está destinado, te hará más rico que todos los reyes! Y para demostrarte que ese tesoro está destinado a ti y no a ningún otro, sabe que sólo a ti en el mundo es posible tocar esta losa de mármol y levantarla; pues yo mismo, a pesar de todo mi poder, que es grande, no podría echar mano a la anilla de bronce ni levantar la losa, aunque fuese mil veces más poderoso y más fuerte de lo que soy. ¡Y una vez levantada la losa no me sería posible penetrar en el tesoro, ni bajar un escalón siquiera.

¡A ti únicamente incumbe hacer lo que no puedo hacer yo por mí mismo! ¡Y para ello no tienes más que ejecutar al pie de la letra lo que voy a decirte! ¡Y así serás el amo del tesoro, que partiremos con toda equidad en dos partes iguales, una para ti y otra para mí!’

Al oír estas palabras del maghrebín, el pobre Aladino se olvidó de sus fatigas y de la bofetada recibida, y contestó...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La septingentésima trigésima octava noche

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domingo, 25 de julio de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La septingentésima trigésima sexta noche

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Pero cuando llegó la 736ª noche

Ella dijo:

‘...Y se despidió de la madre de Aladino, besó a Aladino y se marchó. Y Aladino pensó durante la noche en todas las cosas hermosas que acababa de ver y en las alegrías que acababa de experimentar; y se prometió nuevas delicias para el siguiente día. Así es que se levantó con la aurora, sin haber podido pegar los ojos, y se vistió sus ropas nuevas, y empezó a andar de un lado para otro, enredándose los pies con aquel traje largo, al cual no estaba acostumbrado. Luego, como su impaciencia le hacía pensar que el maghrebín tardaba demasiado, salió a esperarle a la puerta, y acabó por verle aparecer. Y corrió a él como un potro y le besó la mano. Y el maghrebín le besó y le hizo muchas caricias, y le dijo que fuera a advertir a su madre de que se le llevaba. Después le cogió de la mano y se fue con él. Y echaron a andar juntos, hablando de unas cosas y de otras; y franquearon las puertas de la ciudad, de donde nunca había salido aún Aladino. Y empezaron a aparecer ante ellos las hermosas casas particulares y los hermosos palacios rodeados de jardines; y Aladino los miraba maravillado, y cada cual le parecía más hermoso que el anterior. Y así anduvieron mucho por el campo, acercándose más cada vez al fin que se proponía el maghrebín. Pero llegó un momento en que Aladino comenzó a cansarse, y dijo al maghrebín:

‘¡Oh tío mío! ¿Tenemos que andar mucho todavía? ¡Mira que hemos dejado atrás los jardines, y ya sólo tenemos delante de nosotros la montaña! ¡Además, estoy fatigadísimo, y quisiera tomar un bocado!’ Y el maghrebín se sacó del cinturón un pañuelo con frutas y pan, y dijo a Aladino: ‘Aquí tienes, hijo mío, con qué saciar tu hambre y tu sed. ¡Pero aún tenemos que andar un poco para llegar al paraje maravilloso que voy a enseñarte y que no tiene igual en el mundo! ¡Repón tus fuerzas y toma alientos, Aladino, que ya eres un hombre!’ Y continuó animándole, a la vez que le daba consejos acerca de su conducta en el porvenir, y le impulsaba a separarse de los niños para acercarse a los hombres sabios y prudentes. ¡Y consiguió distraerle de tal manera, que acabó por llegar con él a un valle desierto al pie de la montaña, y en donde no había más presencia que la de Alah!

¡Allí precisamente terminaba el viaje del maghrebín! ¡Y para llegar a aquel valle había salido del fondo del Maghreb y había ido a los confines de la China!

Se encaró entonces con Aladino, que estaba extenuado de fatiga, y le dijo sonriendo: ‘¡Ya hemos llegado, hijo mío Aladino!’ Y se sentó en una roca y le hizo sentarse al lado suyo y le abrazó con mucha ternura, y le dijo: ‘Descansa un poco, Aladino. Porque al fin voy a mostrarte lo que jamás vieron los ojos de los hombres. Sí, Aladino; vas a ver aquí mismo un jardín más hermoso que todos los jardines de la tierra. Y sólo cuando hayas admirado las maravillas de ese jardín tendrás verdaderamente razón para darme gracias y olvidarás las fatigas de la marcha y bendecirás el día en que me encontraste por primera vez’. Y le dejó descansar un instante, con los ojos muy abiertos de asombro al pensar que iba a ver un jardín en un paraje donde no había más que rocas desperdigadas y matorrales. Luego le dijo: ‘¡Levántate ahora, Aladino, y recoge entre esos matorrales las ramas más secas y los trozos de leña que encuentres, y tráemelos! ¡Y entonces verás el espectáculo gratuito a que te invito!’

Aladino se levantó y se apresuró a recoger entre los matorrales y la maleza una gran cantidad de ramas secas y trozos de leña, y se los llevó al maghrebín, que le dijo: ‘Ya tengo bastante.

¡Retírate ahora y ponte detrás de mí!’ Y Aladino obedeció a su tío, y fue a colocarse a cierta distancia detrás de él.

Entonces el maghrebín sacó del cinturón un eslabón, con el que hizo lumbre, y prendió fuego al montón de ramas y hierbas secas, que llamearon crepitando. Y al punto sacó del bolsillo una caja de concha, la abrió y tomó un poco de incienso, que arrojó en medio de la hoguera. Y levantóse una humareda muy espesa que apartó él con sus manos a un lado y a otro, murmurando fórmulas en una lengua incomprensible en absoluto para Aladino. Y en aquel mismo momento tembló la tierra y se conmovieron sobre su base las rocas y se entreabrió el suelo en un espacio de unos diez codos de anchura. Y en el fondo de aquel agujero apareció una losa horizontal de mármol de cinco codos de ancho con una anilla de bronce en medio…

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La septingentésima trigésima séptima noche

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sábado, 24 de julio de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La septingentésima trigésima quinta noche

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Pero cuando llegó la 735ª noche

Ella dijo:

‘...Y miró al maghrebín sonriendo y torciendo la cabeza, lo que en su lenguaje significaba claramente: ‘¡Acepto!’ Y el maghrebín comprendió entonces que le agradaba la proposición, y dijo a Aladino: ‘Ya que quieres convertirte en un personaje de importancia, en un mercader con tienda abierta, procura en lo sucesivo hacerte digno de tu nueva situación. Y sé un hombre desde ahora, ¡oh hijo de mi hermano! Y mañana, si Alah quiere, te llevaré al zoco, y empezaré por comprarte un hermoso traje nuevo, como lo llevan los mercaderes ricos, y todos los accesorios que exige. ¡Y hecho esto, buscaremos juntos una tienda buena para instalarse en ella!’

¡Eso fue todo!

Y la madre de Aladino, que oía aquellas exhortaciones y veía aquella generosidad, bendecía a Alah el Bienhechor, que de manera tan inesperada le enviaba a un pariente que la salvaba de la miseria y llevaba por el buen camino a su hijo Aladino. Y sirvió la comida con el corazón alegre, como si se hubiese rejuvenecido veinte años. ¡Y comieron y bebieron, sin dejar de charlar de aquel asunto, que tanto les interesaba a todos! Y el maghrebín empezó por iniciar a Aladino en la vida y los modales de los mercaderes, y por hacerle que se interesara mucho en su nueva condición. Luego, cuando vio que, la noche iba ya mediada, se levantó y se despidió de la madre de Aladino y besó a Aladino. Y salió, prometiéndole que volvería al día siguiente. Y aquella noche, con la alegría, Aladino no pudo pegar los ojos y no hizo más que pensar en la vida encantadora que le esperaba.

Y he aquí que al día siguiente, a primera hora, llamaron a la puerta. Y la madre de Aladino fue a abrir por sí misma, y vio que precisamente era el hermano de su esposo, el maghrebín, que cumplía su promesa de la víspera. Sin embargo, a pesar de las instancias de la madre de Aladino, no quiso entrar, pretextando que no era hora de visitas, y solamente pidió permiso para llevarse a Aladino consigo al zoco. Y Aladino, levantado y vestido ya, corrió a ver a su tío, y le dio los buenos días y le besó la mano.

El maghrebín le cogió de la mano y se fue con él al zoco. Y entró con él en la tienda del mejor mercader y pidió un traje que fuese el más hermoso y el más lujoso entre los trajes a la medida de Aladino. Y el mercader le enseñó varios a cual más hermoso. Y el maghrebín dijo a Aladino:

‘¡Escoge tú mismo el que te guste, hijo mío!’ Y en extremo encantado de la generosidad de su tío, Aladino escogió uno que era todo de seda rayada y reluciente. Y también escogió un turbante de muselina de seda recamada de oro fino, un cinturón de Cachemira y botas de cuero rojo brillante. Y el maghrebín lo pagó todo sin regatear y entregó el paquete a Aladino, diciéndole: ‘¡Vamos ahora al hammam para que estés bien limpio antes de vestirte de nuevo!’ Y le condujo al hammam, y entró con él en una sala reservada, y le bañó con sus propias manos; y se bañó él también. Luego pidió los refrescos que suceden al baño; y ambos bebieron con delicia y muy contentos.

Entonces se puso Aladino el suntuoso traje consabido de seda rayada y reluciente, se colocó el hermoso turbante, se ciñó al talle el cinturón de Indias y se calzó las botas rojas. Y de este modo estaba hermoso cual la luna y comparable a algún hijo de rey o de sultán. Y en extremo encantado de verse transformado así, se acercó a su tío y le besó la mano y le dio muchas gracias por su generosidad. Y el maghrebín le besó, y le dijo: ‘¡Todo esto no es más que el comienzo!’ Y salió con él del hammam, y lo llevó a los zocos más frecuentados, y le hizo visitar las tiendas de los grandes mercaderes. Y hacíale admirar las telas más ricas y los objetos de precio, enseñándole el nombre de cada cosa en particular; y le decía: ‘¡Como vas a ser mercader es preciso que te enteres de los pormenores de ventas y compras!’ Luego le hizo visitar los edificios notables de la ciudad y las mezquitas principales y los khans en que se alojaban las caravanas. Y terminó el paseo, haciéndole ver los palacios del sultán y los jardines que los circundaban. Y por último le llevó al khan grande, donde paraba él, y le presentó a los mercaderes conocidos suyos, diciéndoles: ‘¡Es el hijo de mi hermano!’ Y les invitó a todos a una comida que dio en honor de Aladino, y les regaló con los manjares más selectos, y estuvo con ellos y con Aladino hasta la noche.

Entonces se levantó y se despidió de sus invitados, diciéndoles que iba a llevar a Aladino a su casa. Y en, efecto, no quiso dejar volver solo a Aladino, y le cogió de la mano y se encaminó con él a casa de la madre. Y al ver a su hijo tan magníficamente vestido, la pobre madre de Aladino creyó perder la razón de alegría. Y empezó a dar gracias y a bendecir mil veces a su cuñado, diciéndole:

‘¡Oh hermano de mi esposo! ¡Aunque toda la vida estuviera dándote gracias, jamás te agradecería bastante tus beneficios!’ Y contestó el maghrebín: ‘¡Oh mujer de mi hermano! ¡No tiene ningún mérito, verdaderamente ningún mérito, el que yo obre de esta manera, porque Aladino es hijo mío, y mi deber es de servirle de padre en lugar del difunto! ¡No te preocupes, pues, por él y estate tranquila!’ Y dijo a la madre de Aladino, levantando los brazos al cielo: ‘¡Por el honor de los santos antiguos y recientes, ruego a Alah que te guarde y te conserve, ¡oh hermano de mi esposo! y prolongue tu vida para nuestro bien, a fin de que seas el ala cuya sombra proteja siempre a este niño huérfano! ¡Y ten la seguridad de que él, por su parte, obedecerá siempre tus órdenes y no hará más que lo que le mandes!’

Y dijo el maghrebín: ‘¡Oh mujer de mi hermano! Aladino se ha convertido en hombre sensato, porque es un excelente mozo, hijo de buena familia. ¡Y espero desde luego que será digno descendiente de su padre y refrescará tus ojos!’ Luego añadió: ‘Dispensadme ¡oh mujer de mi hermano! porque mañana viernes no se abra la tienda prometida; pues ya sabes que el viernes están cerrados los zocos y que no se puede tratar de negocios. ¡Pero pasado mañana, sábado, se hará, si Alah quiere! Mañana, sin embargo, vendré por Aladino para continuar instruyéndole, y le haré visitar los sitios públicos y los jardines situados fuera de la ciudad, adonde van a pasearse los mercaderes ricos, a fin de que así pueda habituarse a la contemplación del lujo y de la gente distinguida. ¡Porque hasta hoy no ha frecuentado más trato que el de los niños, y es preciso que conozca ya a hombres y que ellos le conozcan!’ Y se despidió de la madre de Aladino, besó a Aladino y se marchó...

En este momento de su narración, Schebrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La septingentésima trigésima sexta noche

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viernes, 23 de julio de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La septingentésima trigésima cuarta noche

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Pero cuando llegó la 734ª noche

Ella dijo:

‘...Y en aquel mismo momento olvidé mis fatigas y mis preocupaciones, y creí enloquecer de alegría. Pero ¡ay! que no tardé en saber, por boca de este niño, que mi hermano había fallecido en la misericordia de Alah ¡el Altísimo! ¡Ah! ¡Terrible noticia que me hace caer de bruces, abrumado de emoción y de dolor! Pero ¡oh mujer de mi hermano! ya te contaría el niño probablemente que, con su aspecto y su semejanza con el difunto, he logrado consolarme un poco, haciéndome recordar el proverbio que dice: ‘¡El hombre que deja posteridad, no muere!’

Así habló el maghrebín. Y advirtió que, ante aquellos recuerdos evocados, la madre de Aladino lloraba amargamente. Y para que olvidara sus tristezas y se distrajera de sus ideas negras, se encaró con Aladino, y variando la conversación, le dijo: ‘Hijo mío, ¿qué oficio aprendiste y en qué trabajo te ocupas para ayudar a tu pobre madre y vivir ambos?’

Al oír aquello, avergonzado de su vida por primera vez, Aladino bajó la cabeza mirando al suelo. Y como no decía palabra, contestó en lugar suyo su madre: ‘¿Un oficio? ¡Oh hermano de mi esposo! ¿Tener un oficio Aladino? ¿Quién piensa en eso? ¡Por Alah, que no sabe nada absolutamente! ¡Ah! ¡Nunca vi un niño tan travieso! ¡Se pasa todo el día corriendo con otros niños del barrio, que son unos vagabundos, unos pillastres, unos haraganes como él, en vez de seguir el ejemplo de los hijos buenos, que están en la tienda con sus padres! ¡Sólo por causa suya murió su padre, dejándome amargos recuerdos! ¡Y también yo me veo reducida a un triste estado de salud! Y aunque apenas si veo con mis ojos, gastados por las lágrimas y las vigilias, tengo que trabajar sin descanso y pasarme días y noches hilando algodón para tener con qué comprar dos panes de maíz, lo preciso para mantenernos ambos. ¡Y tal es mi condición! ¡Y te juro por tu vida, ¡oh hermano de mi esposo! que sólo entra él en casa a las horas precisas de las comidas! ¡Y esto es todo lo que hace! Así es que a veces, cuando me abandona de tal suerte, por más que soy su madre pienso cerrar la puerta de la casa y no volver a abrírsela, a fin de obligarle a que busque un trabajo que le dé para vivir. ¡Y luego me falta valor para hacerlo; porque el corazón de una madre es compasivo y misericordioso! ¡Pero mi edad avanza, y me estoy haciendo muy vieja! ¡Oh hermano de mi esposo! ¡Y mis hombros no soportan las fatigas que antes! ¡Y ahora apenas si mis dedos me permiten dar vuelta al huso! ¡Y no sé hasta cuándo voy a poder continuar una tarea semejante sin que me abandone la vida, como me abandona mi hijo, este Aladino, que tienes delante de ti, ¡oh hermano de mi esposo!’

Y echó a llorar.

Entonces el maghrebín se encaró con Aladino, y le dijo: ‘¡Ah! ¡Oh hijo de mi hermano! ¡En verdad que no sabía yo todo eso que a ti se refiere! ¿Por qué marchas por esa senda de haraganería? ¡Qué vergüenza para ti, Aladino! ¡Eso no está bien en hombres como tú! ¡Te hallas dotado de razón, hijo mío, y eres un vástago de buena familia! ¿No es para ti una deshonra dejar así que tu pobre madre, una mujer vieja, tenga que mantenerte, siendo tú un hombre con edad para tener una ocupación con que pudiérais manteneros ambos...? ¡Y por cierto ¡oh hijo mío! que gracias a Alah, lo que sobra en nuestra ciudad son maestros de oficio! ¡Sólo tendrás, pues, que escoger tú mismo el oficio que más te guste, y yo me encargaré de colocarte! ¡Y de ese modo, cuando seas mayor, hijo mío, tendrás entre las manos un oficio seguro que te proteja contra los embates de la suerte! ¡Habla ya! ¡Y si no te agrada el trabajo de aguja, oficio de tu difunto padre, busca otra cosa y avísamelo! Y yo te ayudaré todo lo que pueda, ¡oh hijo mío!’

Pero en vez de contestar, Aladino continuó con la cabeza baja y guardando silencio, con lo cual indicaba que no quería más oficio que el de vagabundo. Y el makhrebin advirtió su repugnancia por los oficios manuales, y trató de atraérsele de otra manera. Y le dijo, por tanto:

‘¡Oh hijo de mi hermano! ¡No te enfades ni te apenes por mi insistencia! ¡Pero déjame añadir que, si los oficios te repugnan, estoy dispuesto, caso de que quieras ser un hombre honrado, a abrirte una tienda de mercader de sederías en el zoco grande! Y te surtiré la tienda con las telas más caras y brocados de la calidad más fina. ¡Y así te harás con buenas relaciones entre los mercaderes al por mayor! Y te acostumbrarás a vender y comprar, tomar y dar. Y será excelente tu reputación en la ciudad. ¡Y con ello honrarás la memoria de tu difunto padre! ¿Qué dices a esto, ¡oh Aladino, hijo mío!?’

Cuando Aladino escuchó esta proposición de su tío y comprendió que podría convertirse en un gran mercader del zoco, en un hombre de importancia, vestido con buenas ropas, con un turbante de seda y un lindo cinturón de diferentes colores, se regocijó en extremo. Y miró al maghrebín sonriendo y torciendo la cabeza, lo que en su lenguaje significaba claramente: ‘¡Acepto!’.

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.”

Continuará: La septingentésima trigésima quinta noche

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¿Y si “Las mil y una noches” lo escribió una mujer?
http://www.eluniversal.com.mx/cultura/61873.html

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jueves, 22 de julio de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La septingentésima trigésima tercera noche

_______________________________

Pero cuando llegó la 733ª noche

Ella dijo:

‘...Y el maghrebín le dejó y se fue por su camino. Y Aladino entró en la casa, contó a su madre lo ocurrido y le entregó los dos dinares, diciéndole: ‘¡Mi tío va a venir esta noche a cenar con nosotros!’

Entonces, al ver los dos dinares, se dijo la madre de Aladino: ‘¡Quizá no conociera yo a todos los hermanos del difunto!’ Y se levantó y a toda prisa fue al zoco, en donde compró las provisiones necesarias para una buena comida, y volvió para ponerse a preparar los manjares. Pero como la pobre no tenía utensilios de cocina, fue a pedir prestados a las vecinas las cacerolas, platos y vajilla que necesitaba. Y estuvo cocinando todo el día; y al hacerse la noche, dijo a Aladino: ‘¡La comida está dispuesta, hijo mío, y como tu tío no sepa bien el camino de nuestra casa, debes salirle al encuentro o esperarle en la calle!’

Y Aladino contestó: ‘¡Escucho y obedezco!’ Y cuando se disponía a salir, llamaron a la puerta. Y corrió a abrir él. Era el maghrebín. E iba acompañado de un mandadero que llevaba a la cabeza una carga de frutas, de pasteles y bebidas. Y Aladino les introdujo a ambos. Y el mandadero se marchó cuando dejó su carga y le pagaron. Y Aladino condujo al magbrebín a la habitación en que estaba su madre. Y el maghrebín se inclinó y dijo con voz conmovida: ‘La paz sea contigo, ¡oh esposa de mi hermano!’ Y la madre de Aladino le devolvió la zalema. Entonces el maghrebín se echó a llorar en silencio. Luego preguntó: ‘¿Cuál es el sitio en que tenía costumbre de sentarse el difunto?’ Y la madre de Aladino le mostró el sitio en cuestión; y al punto se arrojó al suelo el maghrebín y se puso a besar aquel lugar y a suspirar con lágrimas en los ojos y a decir: ‘¡Ah, qué suerte la mía! ¡Ah, qué miserable suerte fue haberte perdido, ¡oh hermano mío! ¡Oh estría de mis ojos!’

Y continuó llorando y lamentándose de aquella manera, y con una cara tan transformada y tanta alteración de entrañas, que estuvo a punto de desmayarse, y la madre de Aladino no dudó ni por un instante de que fuese el propio hermano de su difunto marido. Y se acercó a él, le levantó del suelo, y le dijo: ‘¡Oh hermano de mi esposo! ¡Vas a matarte en balde a fuerza de llorar! ¡Ay, lo que está escrito debe ocurrir!’ Y siguió consolándole con buenas palabras hasta que le decidió a beber un poco de agua para calmarse y sentarse a comer.

Cuando estuvo puesto el mantel, el maghrebín comenzó a hablar con la madre de Aladino. Y le contó lo que tenía que contarle, diciéndole:

‘¡Oh mujer de mi hermano! no te parezca extraordinario el no haber tenido todavía ocasión de verme y el no haberme conocido en vida de mi difunto hermano. Porque hace treinta años que abandoné este país y partí para el extranjero, renunciando a mi patria. Y desde entonces no he cesado de viajar por las comarcas de la India y del Sindh, y de recorrer el país de los árabes y las tierras de otras naciones. ¡Y también estuve en Egipto y habité la magnífica ciudad de Masr, que es el milagro del mundo! Y tras de residir allá mucho tiempo, partí para el país del Maghreb central, en donde acabé por fijar residencia durante veinte años.

‘Por aquel entonces, ¡oh mujer de mi hermano! un día entre los días, estando en mi casa, me puse a pensar en mi tierra natal y en mi hermano. Y se me exacerbó el deseo de volver a ver mi sangre; y eché a llorar y empecé a lamentarme de mi estancia en país extranjero. Y al fin se hicieron tan intensas las nostalgias de mi separación y de mi alejamiento del ser que me era caro, que me decidí a emprender el viaje a la comarca que vio surgir mi cabeza de recién nacido. Y pensé para mi ánima: «¡Oh hombre! ¡Cuántos años van transcurridos desde el día en que abandonaste tu ciudad y tu país y la morada del único hermano que posees en el mundo!

¡Levántate, pues, y parte a verle de nuevo antes de la muerte! Porque, ¿quién sabe las calamidades del Destino, los accidentes de los días y las revoluciones del tiempo? ¿Y no sería una suprema desdicha que murieras antes de regocijarte los ojos con la contemplación de tu hermano, sobre todo ahora que Alah (¡glorificado sea!) te ha dado la riqueza, y tu hermano acaso siga en una condición de estrecha pobreza? ¡No olvides, por tanto, que con partir verificarás dos acciones excelentes: volver a ver a tu hermano y socorrerle!»

‘Y he aquí que, dominado por estos pensamientos, ¡oh mujer de mi hermano! me levanté al punto y me preparé para la marcha. Y tras de recitar la plegaria del viernes y la Fatiha del Corán, monté a caballo y me encaminé a mi patria. Y después de muchos peligros y de las prolongadas fatigas del camino, con ayuda de Alah (¡glorificado y venerado sea!) acabé por llegar con bien a mi ciudad, que es ésta. Y me puse inmediatamente a recorrer calles y barrios en busca de la casa de mi hermano. Y Alah permitió que entonces encontrase a este niño jugando con sus camaradas. ¡Y por Alah el Todopoderoso, ¡oh mujer de mi hermano! que, apenas le vi, sentí que mi corazón se derretía de emoción por él; y como la sangre reconocía a la sangre; no vacilé en suponer en él al hijo de mi hermano! Y en aquel mismo momento olvidé mis fatigas y mis preocupaciones, y creí enloquecer de alegría...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La septingentésima trigésima cuarta noche

Noticias de referencia:
Las mil y una noches, denunciado por indecente
http://www.eluniversal.com.mx/notas/678635.html

Editan “Las mil y una noches” de Vargas Llosa
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miércoles, 21 de julio de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La septingentésima trigésima segunda noche

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Pero cuando llegó la 732ª noche

Ella dijo:

‘¡...He aquí por fin el niño que necesito, el que busco desde hace largo tiempo y en pos del cual partí del Maghreb, mi país!’ Y aproximóse sigilosamente a uno de los muchachos, aunque sin perder de vista a Aladino, le llamó aparte sin hacerse notar, y por él se informó minuciosamente del padre y de la madre de Aladino, así como de su nombre y de su condición. Y con aquellas señas, se acercó a Aladino sonriendo, consiguió atraerle a una esquina, y le dijo: ‘¡Oh hijo mío! ¿No eres Aladino, el hijo del honrado sastre?’ Y Aladino contestó: ‘Sí, soy Aladino. ¡En cuanto a mi padre, hace mucho tiempo que ha muerto!’ Al oír estas palabras, el derviche maghrebín se colgó al cuello de Aladino, y le cogió en brazos, y estuvo mucho tiempo besándole en las mejillas, llorando ante él en el límite de la emoción. Y Aladino, extremadamente sorprendido, le preguntó: ‘¿A qué obedecen tus lágrimas, señor? ¿Y de qué conocías a mi difunto padre?’

Y contestó el maghrebín, con una voz muy triste y entrecortada: ‘¡Ah hijo mío! ¿Cómo no voy a verter lágrimas de duelo y de dolor, si soy tu tío, y acabas de revelarme de una manera tan inesperada la muerte de tu difunto padre, mi pobre hermano? ¡Oh hijo mío! ¡Has de saber, en efecto, que llego a este país después de abandonar mi patria y afrontar los peligros de un largo viaje, únicamente con la halagüeña esperanza de volver a ver a tu padre y disfrutar con él la alegría del regreso y de la reunión! ¡Y he aquí ¡ay! que me cuentas su muerte!’

Se detuvo un instante, como sofocado de emoción; luego añadió: ‘¡Por cierto ¡oh hijo de mi hermano! que, en cuanto te divisé, mi sangre se sintió atraída por tu sangre y me hizo reconocerte en seguida, sin vacilación, entre todos tus camaradas! ¡Y aunque cuando yo me separé de tu padre no habías nacido tú, pues aún no se había casado, no tardé en reconocer en ti sus facciones y su semejanza! ¡Y eso es precisamente lo que me consuela un poco de su pérdida! ¡Ah! ¡Qué calamidad cayó sobre mi cabeza! ¿Dónde estás ahora, hermano mío, a quien creí abrazar al menos una vez después de tan larga ausencia y antes de que la muerte viniera a separarnos para siempre? ¡Ay! ¿Quién puede envanecerse de impedir que ocurra lo que tiene que ocurrir? En adelante, tú serás mi consuelo y reemplazarás a tu padre en mi afección, puesto que tienes sangre suya y eres su descendiente; porque dice el proverbio: ‘¡Quien deja posteridad no muere!’

Luego el maghrebín sacó de su cinturón diez dinares de oro y se los puso en la mano a Aladino, preguntándole: ‘¡Oh hijo mío! ¿Dónde habita tu madre, la mujer de mi hermano?’ Y Aladino, completamente conquistado por la generosidad y la cara sonriente del maghrebín, le cogió de la mano, le condujo al extremo de la plaza y le mostró con el dedo el camino de su casa, diciendo: ‘¡Allí vive!’ Y el maghrebín le dijo: ‘Estos diez dinares que te doy ¡oh hijo mío! se los entregarás a la esposa de mi difunto hermano, transmitiéndole mis zalemas. ¡Y le anunciarás que tu tío acaba de llegar de viaje, tras larga ausencia en el extranjero, y que espera, si Alah quiere, poder presentarse en la casa mañana para formular por sí mismo los deseos a la esposa de su hermano y ver los lugares donde pasó su vida el difunto y visitar su tumba!’

Cuando Aladino oyó estas palabras del maghrebín, quiso inmediatamente complacerle, y después de besarle la mano se apresuró a correr con alegría a su casa, a la cual llegó, al contrario que de costumbre, a una hora que no era la de comer, y exclamó al entrar: ‘¡Oh madre mía! ¡Vengo a anunciarte que, tras larga ausencia en el extranjero, acaba de llegar de viaje mi tío, y te trasmite sus zalemas!’ Y contestó la madre de Aladino, muy asombrada de aquel lenguaje insólito y de aquella entrada inesperada: ‘¡Cualquiera diría, hijo mío, que quieres burlarte de tu madre! Porque, ¿quién es ese tío de que me hablas? ¿Y de dónde y desde cuándo tienes un tío que esté vivo todavía?’

Y dijo Aladino: ‘¿Cómo puedes decir, ¡oh madre mía! que no tengo tío ni pariente que esté vivo aún, si el hombre en cuestión es hermano de mi difunto padre? ¡Y la prueba está en que me estrechó contra su pecho y me besó llorando y me encargó que viniera a darte la noticia y a ponerte al corriente!’ Y dijo la madre de Aladino: ‘Sí, hijo mío, ya sé que tenías un tío; pero hace largos años que murió. ¡Y no supe que desde entonces tuvieras nunca otro tío!’ Y miró con ojos muy asombrados a su hijo Aladino, que ya se ocupaba de otra cosa. Y no le dijo nada más acerca del particular en aquel día. Y Aladino, por su parte, no le habló de la dádiva del maghrebín.

Al día siguiente, Aladino salió de casa a primera hora de la mañana; y el maghrebín, que ya andaba buscándole, le encontró en el mismo sitio que la víspera, dedicado a divertirse, como de costumbre, con los vagabundos de su edad. Y se acercó inmediatamente a él, le cogió de la mano, le estrechó contra su corazón, y le besó con ternura. Luego sacó de su cinturón dos dinares y se los entregó, diciendo: ‘Ve a buscar a tu madre y dile, dándole estos dos dinares: «¡Mi tío tiene intención de venir esta noche a cenar con nosotros, y por esto te envía este dinero para que prepares manjares excelentes»‘ Luego añadió, inclinándose hacia él: ‘¡Y ahora, ya Aladino, enséñame por segunda vez el camino de tu casa!’ Y contestó Aladino: ‘Por encima de mi cabeza y de mis ojos, ¡oh tío mío!’ Y echó andar delante y le enseñó el camino de su casa. Y el maghrebín le dejó y se fue por su camino...

En este momento de su narracién, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La septingentésima trigésima tercera noche

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martes, 20 de julio de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La septingentésima trigésima primera noche

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Y cuando llegó la 731ª noche

Ella dijo:

‘...Y atravesó la sala de porcelana y de cristal, toda llena de dinares y polvo de oro, y penetró en la sala de loza verde incrustada de oro. Y vio las seis estatuas en sus respectivos sitios; y lanzó una mirada distraída al séptimo pedestal de oro. Y he aquí que en él se erguía sonriente una joven desnuda, más brillante que el diamante, en la cual reconoció el príncipe Zein, en el límite de la emoción, la que había conducido a las Tres Islas. Y sólo supo abrir la boca, inmóvil, sin poder pronunciar una sola palabra. Y dijo Latifah: ‘¡Sí, yo soy Latifah, a quien no esperabas encontrar aquí! ¡Ay! ¡Ya veo que venías en espera de poseer algo más preciado que yo!’

Y al fin pudo expresarse Zein, y exclamó: ‘¡No, por Alah, ¡oh mi señora! que bajé aquí sin que lo dictase el corazón, el cual sólo por ti latía! ¡Pero bendito sea Alah, que ha permitido nuestra unión!’

Y cuando pronunciaba estas palabras se dejó oír el fragor de un trueno, que hizo retemblar el subterráneo, y en aquel mismo momento apareció el Anciano de las Islas. Y sonreía con bondad. Y se acercó a Zein, y le cogió la mano y la puso en la mano de la joven, diciéndole: ‘¡Oh Zein! has de saber que desde que naciste te tuve bajo mi protección. Tenía, pues, que asegurar tu dicha. Y nada mejor que darte el único tesoro que es inestimable. Y ese tesoro, más hermoso que todas las jóvenes de diamante y todas las pedrerías de la tierra, lo constituye esta joven virgen. ¡Porque la virginidad, unida a la belleza del cuerpo y a la excelencia del alma, es la triaca que procura todos los remedios y vale por todas las riquezas! Y hablando así, besó a Zein y desapareció.

¡Y el sultán Zein y su esposa Latifah, en el límite de la dicha, se amaron con un amor grande, y vivieron largos años la vida más deliciosa y más selecta, hasta que fue a visitarles la Separadora inevitable de los amantes y de las sociedades! ¡Gloria al Único Viviente que no conoce la muerte!

Cuando Schehrazada hubo acabado de contar esta historia, se calló. Y dijo el rey Schahriar:

‘¡Ese Espejo de las Vírgenes, Schehrazada, es extremadamente asombroso!’

Schehrazada sonrió, y dijo: ‘Sí, ¡oh rey! Pero, ¿qué es en comparación de la Lámpara mágica?’

Y el rey Schahriar preguntó: ‘¿Qué lámpara mágica es esa que no conozco?’ Y dicho Schehrazada: ‘¡La lámpara de Aladino! ¡Y precisamente voy a hablarte de ella esta noche!’

Y dijo:

Historia de Aladino y de la lámpara mágica

Al príncipe Rolando Bonaparte.

He llegado a saber ¡oh rey afortunado! ¡Oh dotado de buenos modales! que en la antigüedad del tiempo y el pasado de las edades y de los momentos, en una ciudad entre las ciudades de la China, y de cuyo nombre no me acuerdo en este instante, había -pero Alah es más sabio- un hombre que era sastre de oficio y pobre de condición. Y aquel hombre tenía un hijo llamado Aladino (en árabe Alá-eddin, Altura o Gloria de Alá) que era un niño mal educado y que desde su infancia resultó un galopín muy enfadoso. Y he aquí que, cuando el niño llegó a la edad de diez años, su padre quiso hacerle aprender por lo pronto algún oficio honrado; pero, como era muy pobre, no pudo atender a los gastos de la instrucción y tuvo que limitarse a tener con él en la tienda al hijo, para enseñarle el trabajo de aguja en que consistía su propio oficio. Pero Aladino, que era un niño indómito, acostumbrado a jugar con los muchachos del barrio, no pudo amoldarse a permanecer un solo día en la tienda. Por el contrario, en lugar de estar atento al trabajo, acechaba el instante en que su padre se veía obligado a ausentarse por cualquier motivo o a volver la espalda para atender a un cliente, y al punto el niño recogía la labor a toda prisa y corría a reunirse por calles y jardines con los bribonzuelos de su calaña. Y tal era la conducta de aquel rebelde, que no quería obedecer a sus padres ni aprender el trabajo de la tienda.

Así es que su padre, muy apenado y desesperado por tener un hijo tan dado a todos los vicios, acabó por abandonarle a su libertinaje; y su dolor le hizo contraer una enfermedad, de la que hubo de morir. ¡Pero no por eso se corrigió Aladino de su mala conducta!

Entonces la madre de Aladino, al ver que su esposo había muerto y que su hijo no era más que un bribón, con el que no se podía contar para nada, se decidió a vender la tienda y todos los utensilios de la tienda, a fin de poder vivir algún tiempo con el producto de la venta. Pero como todo se agotó en seguida, tuvo necesidad de acostumbrarse a pasar sus días y sus noches hilando lana y algodón para ganar algo y alimentarse y alimentar al ingrato de su hijo.

En cuanto a Aladino, cuando se vio libre del temor a su padre, no le retuvo ya nada y se entregó a la pillería y la perversidad. Y se pasaba todo el día fuera de casa para no entrar más que a las horas de comer. Y la pobre y desgraciada madre, a pesar de las incorrecciones de su hijo para con ella y del abandono en que la tenía, siguió manteniéndole con el trabajo de sus manos y el producto de sus desvelos, llorando sola lágrimas muy amargas. Y así fue cómo Aladino llegó a la edad de quince años. Y era verdaderamente hermoso y bien formado, con dos magníficos ojos negros, y una tez de jazmín, y un aspecto de lo más seductor.

Un día entre los días, estando él en medio de la plaza que había a la entrada de los zocos del barrio, sin ocuparse más que de jugar con los pillastres y vagabundos de su especie, acertó a pasar por allí un derviche maghrebín, que se detuvo mirando a los muchachos obstinadamente. Y acabó por posar en Aladino sus miradas y por observarle de una manera bastante singular y con una atención muy particular, sin ocuparse ya de los otros niños camaradas suyos. Y aquel derviche, que venía del último confín del Maghreb, de las comarcas del interior lejano, era un insigne mago muy versado en la astrología y en la ciencia de las fisonomías; y en virtud de su hechicería podría conmover y hacer chocar unas con otras las montañas más altas. Y continuó observando a Aladino con mucha insistencia y pensando: ‘¡He aquí por fin el niño que necesito, el que busco desde hace largo tiempo y en pos del cual partí del Maghreb, mi país...!

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La septingentésima trigésima segunda noche

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lunes, 19 de julio de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La septingentésima trigésima noche

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Pero cuando llegó la 730ª noche

Ella dijo:

‘¡...Oh madre de Latifah! ¡Levántate y coge a nuestra hija Latifah y echa a andar detrás de nuestro hijo, el derviche Abu-Bekr, que te conducirá a un palacio donde el destino de tu hija la espera hoy!’ Y la esposa del jeique de los derviches obedeció en seguida y se envolvió en sus velos y fue al aposento de su hija, y le dijo: ‘¡Oh hija mía Latifah! ¡Tu padre desea que salgas hoy por primera vez conmigo!’ Y tras de peinarla y vestirla salió con ella y siguió, a diez pasos de distancia, al derviche Abu-Bekr; que las condujo al palacio donde les esperaban Zein y Mubarak sentados en el diván de la sala de audiencia.

Y entraste ¡oh Latifah! mostrando tus grandes ojos negros, muy asombrados tras el velillo de tu rostro. Porque en tu vida habías visto otra cara de hombre que la cara venerable de tu padre, el jeique de los derviches. ¡Y no bajaste los ojos, pues no conocías la falsa modestia, ni el falso pudor, ni ninguna de las cosas que de ordinario aprenden las hijas de los hombres para cautivar los corazones, sino que lo mirabas todo con tus hermosos ojos negros de gacela temblorosa, vacilante y encantadora!

Y al verte aparecer, el príncipe Zein sintió que se le huía la razón, porque entre todas las mujeres de su palacio de Bassra y todas las jóvenes de Egipto y de Siria no había visto a ninguna que, de cerca o de lejos, se pudiera comparar a ti en belleza. Y el espejo te reflejó toda desnuda. Y así pudo ver él, acurrucada en lo alto de las columnas, semejante a una pequeñísima palomita blanca, una milagrosa historia sellada con el sello intacto de Soleimán (¡con El la paz y la plegaria!) Y la consideró más atentamente, y en el límite del júbilo comprobó que tu historia ¡oh Latifah! era de todo punto semejante a una almendra mondada. ¡Gloria a Alah que conserva los tesoros y los reserva a sus creyentes!

Cuando el príncipe Zein, gracias al espejo mágico, vio cómo estaba la joven que hubo de buscar, encargó a Mubarak que inmediatamente fuera a hacer la petición de matrimonio. Y Mubarak, acompañado de Abu-Bekr, el derviche, fue al punto a casa del jeique de los derviches, le transmitió la petición de matrimonio y le pidió su consentimiento. Y le condujo al palacio; y se envió a buscar al kadí y a los testigos; y se extendió el contrato de matrimonio. Y se celebraron las bodas con una pompa extraordinaria; y Zein dio grandes festines e hizo muchas dádivas a los pobres del barrio. Y cuando se marcharon todos los invitados, Zein retuvo con él al derviche Abu-Bekr, y le dijo: ‘Has de saber, ¡oh Abu-Bekr! que esta misma tarde partimos para un país bastante lejano. Y mientras vuelvo a Bassra he aquí para ti diez mil dinares de oro, como remuneración por tus buenos servicios. ¡Pero Alah es más grande, y algún día podré probarte mejor mi gratitud!’ Y le dio los diez mil dinares, pensando nombrarle un día gran chambelán, cuando llegara a su reino. Y después que el derviche le besó las manos, dio la señal de partida. Y colocaron a la joven virgen en una litera a lomos de un camello. Y Mubarak abrió la marcha, y Zein marchó el último. Y acompañados de su séquito, emprendieron el camino de las Tres Islas.

Como las Tres Islas estaban muy lejos de Bagdad, el viaje duró largos meses, durante los cuales el príncipe Zein se sentía a diario más prendado cada vez de los encantos de la maravillosa joven virgen convertida en su esposa legal. Y la amó con todo su corazón, porque ella atesoraba en sí dulzura, hechizos, gentileza y virtudes naturales. Y por primera vez experimentó él los efectos del verdadero amor, cuya existencia nunca hasta entonces hubo supuesto. Así es que, con gran amargura en el corazón, vio llegar el momento de entregar la joven al Anciano de las Tres Islas. Y varias veces estuvo tentado de desandar el camino y volverse a Bassra, llevándose a la joven.

Pero le retenía el juramento que había hecho al Anciano de las Tres Islas, y no podía dejar de mantenerlo.

Entre tanto, llegaron al territorio vedado, y por el mismo camino y los mismos procedimientos de antes, arribaron a la isla en que residía el Anciano. Y tras de las zalemas y los cumplimientos, Zein le presentó a la joven toda tapada. Y al propio tiempo le entregó el espejo, y sus mismos ojos parecían dos espejos. Y al cabo de algunos instantes se acercó a Zein, y colgándose a su cuello, le besó con mucha efusión, y le dijo: ‘En verdad, sultán Zein, que estoy muy contento de tu diligencia por complacerme y del resultado de tus pesquisas. ¡Porque la joven que me traes es tal y como yo la anhelaba! ¡Es admirablemente bella y supera en encantos y en perfecciones a todas las jóvenes de la tierra! Además, está virgen y con virginidad de buena ley, ya que se la diría sellada con el sello de nuestro señor Soleimán ben-Daúd (¡con ambos la plegaria y la paz!) ¡Por lo que a ti se refiere, no tienes más que volver a tus Estados; y cuando entres en la segunda sala de loza, en donde están las seis estatuas, encontrarás allí la séptima que te he prometido y que por sí sola vale más que otras mil juntas!’ Y añadió: ‘¡Haz comprender ahora a la joven que me la cedes y que ya no tiene nada de común contigo!’

Al oír estas palabras la encantadora Latifah, que también sentía mucho afecto por el hermoso príncipe Zein, lanzó un profundo suspiro y se echó a llorar. Y Zein se echó a llorar asimismo. Y muy triste, le explicó todo lo concertado entre él y el Anciano de las Islas, desmayándose de dolor Latifah. Y tras de haber besado la mano al Anciano, el joven emprendió de nuevo con Mubarak el camino de Bassra. Y durante todo el viaje no cesaba de pensar en aquella Latifah tan encantadora y tan dulce, y se recriminaba amargamente por haberla engañado haciéndole pensar que era su esposa, y se creía causante de la desdicha de ambos. Y no podía consolarse de ello.

Y he aquí que llegó en aquel estado de desolación a Bassra, donde grandes y pequeños celebraron su regreso con muchos festejos. Pero el príncipe Zein se había puesto muy triste, sin tomar parte en aquellos regocijos, y a pesar de todos los requerimientos de su fiel Mubarak, se negaba a bajar al subterráneo en que debía encontrar a la joven de diamante, tanto tiempo anhelada. Por fin, cediendo a los consejos de Mubarak, a quien hubo de nombrar visir en cuanto llegó a Bassra, consintió en bajar al subterráneo. Y atravesó la sala de porcelana y de cristal, toda llena de dinares y polvo de oro, y penetró en la sala de loza verde incrustada de oro...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

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domingo, 18 de julio de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La septingentésima vigésima novena noche

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Pero cuando llegó la 729ª noche

Ella dijo:

‘...Y fue a visitar al príncipe Zein, y entró en la sala reservada a los visitantes. Y se inclinó hasta la tierra en presencia del príncipe, que le devolvió su zalema y le recibió con cordialidad y le invitó a sentarse en el diván al lado suyo. Luego mandó que le sirvieran de comer y de beber, y le hizo compañía, compartiendo la comida con él y con Mubarak. Y charlaron como dos excelentes amigos. Y el derviche, completamente conquistado por los modales del príncipe, le preguntó: ‘¡Oh mi señor Zein! ¿Piensas iluminar por mucho tiempo nuestra ciudad con tu presencia?’ y Zein, que, no obstante su tierna edad, era muy avisado y sabía sacar provecho de las ocasiones deparadas por el Destino, le contestó: ‘Sí, ¡oh mi señor imán! ¡Mi intención es vivir en Bagdad hasta que logre mi propósito!’ Y Abu-Bekr dijo: ‘¡Oh mi señor emir! ¿Cuál es el noble propósito que persigues? ¡Tu esclavo estará muy contento de poder ayudarte en algo, y se interesará por ti de todo corazón amistoso!’ Y contestó el príncipe Zein: ‘Sabe entonces, ¡oh venerable jeique Abu-Bekr! que mi anhelo se cifra en el matrimonio. En efecto, deseo encontrar, para tomarla por esposa, una joven de quince años que sea a la vez excesivamente bella y virgen en absoluto. Y es preciso que su belleza sea tal, que no tenga ella par entre las jóvenes de su tiempo, y que su virginidad sea de buena ley, por fuera y por dentro. Y ése es el propósito que persigo y el motivo que me condujo a Bagdad tras de impulsarme a residir en Egipto y en Siria’. Y contestó el derviche: ‘¡En verdad, ¡oh amo mío! que eso es cosa muy rara y muy difícil de encontrar! Y si Alah no me hubiera puesto en tu camino, tu estancia en Bagdad no habría visto jamás su término, y en vano hubieran perdido el tiempo en pesquisas todas las casamenteras. ¡Pero yo sé dónde podrás encontrar esa perla única, y te lo diré si es que me lo permites!’

Al oír estas palabras, Zein y Mubarak no pudieron por menos de sonreír. Y Zein le dijo: ‘¡Oh santo derviche! ¿Estás bien seguro de la virginidad de la que me hablas? Y de ser así, ¿cómo te arreglaste para adquirir esa certeza? Si viste por ti mismo a esa joven lo que debe permanecer oculto, ¿cómo quieres que sea virgen? ¡Porque la virginidad reside tanto en la conservación del sello como en que permanezca invisible!’ Y Abu-Bekr contestó: ‘¡Claro que no lo he visto! ¡Pero me cortaría la mano derecha si no estuviese como te he indicado! Y además, ¿cómo vas a arreglarte tú mismo, ¡oh mi señor! para tener una certeza tan completa antes de la noche de bodas?’ Y contestó Zein: ‘¡Es muy sencillo: sólo necesitaré verla un instante, toda vestida y completamente envuelta en sus velos!’ Y el derviche no quiso echarse a reír, por consideración a su huésped, y limitóse a contestar: ‘¡Buen fisonomista debe ser nuestro amo el emir para adivinar de esa manera, sin ver más que los ojos tras el velo, el estado de la virginidad en una joven a quien no conozca!’ Y dijo Zein: ‘¡Así es! ¡Y no tienes más que dejarme ver a la joven, si verdaderamente crees que es posible la cosa! ¡Y ten la seguridad de que sabré corresponder a tus servicios y estimarlos en más de su valor!’ Y contestó el derviche: ‘¡Escucho y obedezco!’ Y salió en busca de la consabida joven.

Porque Abu-Bekr conocía a una joven que podía llenar las condiciones requeridas, y que no era otra que la hija del jeique de los derviches de Bagdad. Y su padre habíala criado alejada de todas las miradas, haciéndola llevar una vida sencilla y recatada, con arreglo a los preceptos sublimes del Libro. Y creció ella en la morada ignorando la fealdad, y cuajó como una flor. Y era blanca y elegante y deliciosamente formada, pues había salido sin defecto del molde de la belleza. Y sus proporciones eran admirables, y negros sus ojos, y bruñidos como trozos de luna sus miembros delicados. ¡Y era toda redonda y finísima al mismo tiempo! En cuanto a lo que estaba situado entre las columnas, no sabría describirlo nadie, porque nadie lo había visto. ¡He aquí por qué el espejo mágico será el único que la refleje por primera vez y pueda permitir esta descripción con asentimiento de Alah!

El derviche Abu-Bekr fue, pues, a casa del jeique de la corporación, y tras de las zalemas y cumplimientos por una y otra parte, le espetó un largo discurso, basado en diversos textos del Libro santo acerca de la necesidad que del matrimonio tienen las jóvenes púberes, y acabó por exponerle la situación con todos sus detalles, añadiendo: ‘¡Porque ese emir tan noble, tan rico y tan generoso, está dispuesto a pagarte la dote que pidas por tu hija; pero en cambio, exige, como única condición, posar una sola mirada en ella estando tu hija vestida por completo y enteramente envuelta en el izar!’ Y el jeique de los derviches, padre de la joven, hubo de reflexionar durante una hora de tiempo, y contestó: ‘¡No hay inconveniente!’ Y fue en busca de su esposa, madre de la joven, y le dijo: ‘¡Oh madre de Latifah! ¡Levántate y coge a nuestra hija Latifah y echa a andar detrás de nuestro hijo, el derviche Abu-Bekr, que te conducirá a un palacio donde el destino de tu hija le espera hoy...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La septingentésima trigésima noche

Noticias de referencia:
Las mil y una noches, denunciado por indecente
http://www.eluniversal.com.mx/notas/678635.html

Editan “Las mil y una noches” de Vargas Llosa
http://www.eluniversal.com.mx/cultura/61906.html

¿Y si “Las mil y una noches” lo escribió una mujer?
http://www.eluniversal.com.mx/cultura/61873.html

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