jueves, 4 de diciembre de 2008

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La centésima undécima noche

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"Y cuando llegó la 111ª noche

Ella dijo:

Cuando de pronto el príncipe Diadema vio delante de él, entre los mercaderes, a un joven de una sorprendente hermosura, de una intensa palidez, vestido con un magnífico traje y muy bien portado. Aquel rostro, tan pálido y tan bello, hablaba de una gran tristeza, la ausencia de un padre, de una madre o de un amigo muy querido.

Y el príncipe Diadema no quiso marcharse sin saber quién era aquel hermoso joven hacia el cual se sentía atraído. Y se aproximó a él, le deseó la paz, y le preguntó quién era y por qué estaba tan triste. Y el hermoso joven, al oír esta pregunta, sólo pudo decir estas palabras: ‘¡Soy Aziz!' Y rompió en sollozos de tal manera, que cayó desmayado.

Cuando volvió en sí, el príncipe Diadema le dijo: ‘¡Oh Aziz! sabe que soy tu amigo. Dime, pues, el motivo de tus penas'. Pero el joven Aziz, por toda respuesta, apoyó los codos en el suelo, y cantó estos versos:

¡Evitad la mirada mágica de sus ojos, pues nadie se escapa de su órbita!

¡Los ojos negros son terribles cuando miran lánguidamente porque atraviesan los corazones como los atraviesa el acero de las espadas más afiladas! ¡Y sobre todo, no escuchéis la dulzura de su voz, pues como si fuera un vino hecho de fuego, trastorna el juicio a los más razonables!

¡Si la conocieseis! ¡Son tan dulces sus miradas! ¡Si su cuerpo de seda tocara el terciopelo, lo eternizaría de dulzura!

¡Cuán noble es la distancia entre su tobillo apretado por la pulsera de oro y sus ojos cercados de kohl negro! ¡Ah! ¿En dónde está el aroma delicado de sus vestidos perfumados, de su aliento que sabe a esencia de rosas?

Cuando el príncipe Diadema oyó esta canción, no quiso insistir más por el momento, y dijo: ‘¡Oh Aziz! ¿Por qué no me has enseñado tus mercancías como los demás mercaderes?' El otro contestó: ‘¡Oh mi señor! mis mercancías no merecen que las compre el hijo de un rey'.

Pero el hermoso Diadema dijo al hermoso Aziz: ‘¡Por Alah! ¡De todos modos quiero que me las enseñes!' Y obligó al joven Aziz a sentarse en la alfombra de seda, a su lado, y a presentarle, pieza por pieza, todas sus mercancías. Y el príncipe Diadema, sin examinar las bellas telas, se las compró todas, y le dijo: ‘Ahora, ¡oh Aziz! si me contases el motivo de tus penas... Te veo con los ojos llenos de lágrimas y con el alma llena de aflicción. Ahora bien; si alguien te persigue sabré castigar a tus opresores; y si tienes deudas, pagaré de todo corazón tus deudas. Porque he aquí que me siento atraído hacia ti, y mis entrañas arden por causa tuya'.

Pero el joven Aziz, al oír estas palabras, se sintió de nuevo ahogado por los sollozos, v no pudo hacer más, que cantar estas estrofas:

¡La presunción de tus ojos negros alargados con kohl azul!

¡La esbeltez de tu cintura recta sobre tus caderas ondulantes!

¡El vino de tus labios y la miel de tu boca! ¡La curva de tus pechos y la brosa que los florece!

¡Esperarte es más dulce para mi corazón que lo es para el condenado la esperanza del indulto! ¡Oh noche!

Y el príncipe Diadema, después de esta canción, quiso distraer al joven y se puso a examinar una por una las hermosas telas y las sederías. Pero de pronto cayó de entre las telas un trozo de seda brocada, que el joven Aziz se apresuró a recoger y lo dobló temblando, poniéndoselo bajo la rodilla. Y exclamó

¡Oh Aziza, mi muy amada! ¡Más fáciles que tú son de alcanzar las estrellas de las Pléyades!

¿Adónde iré sin ti? ¿Cómo he de soportar tu ausencia, que me abruma, cuando apenas puedo con el peso de mi traje?

Y el príncipe, al ver aquel movimiento del bello Aziz y al oír sus últimos versos, se quedó extremadamente sorprendido, llegando al límite de la expectación. Y exclamó...

En este momento de su narración, Schehrazada, la hija del visir, vio acercarse la mañana, y discretamente, no quiso abusar del permiso otorgado.

Entonces su hermana, la joven Doniazada, que había oído toda aquella historia conteniendo la respiración, exclamó desde el sitio en que estaba acurrucada: ‘¡Oh hermana mía! ¡Cuán dulces, cuán gentiles y cuán deliciosas al paladar y sabrosas en su frescura son tus palabras! ¡Y cuán encantador es ese cuento, y cuán admirables sus versos!'

Y Schehrazada le sonrió, y le dijo: ‘¡Sí, hermana mía! ¿Pero qué es eso comparado con lo que os contaré la noche próxima, si aun estoy viva por merced de Alah y voluntad del rey?'

Y el rey Schahriar dijo para sí: ‘¡Por Alah! No la mataré sin haber oído la continuación de su historia, que es una historia maravillosa y sorprendente, por todo extremo'.

Después cogió a Schehrazada en brazos. Y pasaron el resto de la noche entrelazados hasta el día. Luego de lo cual marchó el rey Schahriar a la sala de su justicia; y el diwán se llenó de la multitud y de los visires, emires, chambelanes, guardias y servidores de palacio. Y el gran visir llegó también, llevando debajo del brazo el sudario para su hija Schehrazada, a la cual creía ya muerta. Pero el rey nada le dijo sobre esto, y siguió juzgando, concediendo empleos, destituyendo, gobernando y despachando los asuntos pendientes, y así hasta el fin del día. Después se levantó el diwán, y el rey entró en su palacio. Y el visir se quedó muy perplejo llegando al límite más extremo del asombro.

Pero cuando llegó la noche, el rey Schahriar fue a buscar a Schehrazada, y no dejó de hacer con ella su cosa acostumbrada."

Continuará: La centésima duodécima noche...

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Valram

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Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La centésima décima noche

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Y cuando llegó la 110ª noche

Ella dijo:

Le llamaron Diadema. Y se crió entre besos y en el seno de las más bellas. Y transcurrieron los días, y transcurrieron los años, y el niño llegó a los siete años de edad.

Entonces su padre, el rey Soleimán-Schah, mandó llamar a los maestros más sabios y les ordenó que le enseñaran la caligrafía, las bellas letras y el arte de portarse, así como las reglas de la sintaxis y de la jurisprudencia. Y a leer el Libro Sublime.

Y aquellos maestros de la ciencia permanecieron con el niño hasta que llegó a los catorce años. Entonces, como había aprendido todo cuanto su padre deseaba que aprendiese, fue juzgado digno de un traje de honor. Y el rey lo sacó de las manos de los sabios y lo confió a un maestro de equitación, que le enseñó a montar a caballo, y a justar con la lanza y la azagaya, y a cazar el gamo con el gavilán. Y el príncipe Diadema llegó a ser en poco tiempo el caballero más cumplido, y era tan perfectamente hermoso, que cuando salía a pie o a caballo hacía condenarse a cuantos le miraban.

Cuando cumplió los quince años eran tales sus encantos, que los poetas le dedicaron las odas más apasionadas, y los más castos y más puros de los labios sintieron que el corazón se les deshacía y el hígado se les destrozaba por el encanto mágico que había en él. Y he aquí uno de los poemas que un poeta enamorado había compuesto por amor a sus ojos:

¡Besarlo es embriagarse con el almizcle de que está perfumada toda su piel! ¡Abrazarlo es sentir doblarse su cuerpo, como se dobla una rama bañada de brisa y de rocío!

¡Besarlo es embriagarse sin probar ningún vino! ¡Bien lo sé yo, en quien fermenta por las noches el vino almizclado de su saliva!

¡La misma Belleza, al despertarse por la mañana, se mira al espejo y se reconoce vasalla suya! ¡Oh locura mía! ¿Cómo podrán los corazones librarse de su belleza?

¡Por Alah! ¡Si logro vivir de este modo viviré con su quemadura en mi corazón! ¡Pero si llegase a morir por su amor, será mi última dicha!

¡Y todo esto cuando sólo tenía quince años de edad! ¡Pero cuando llegó a los diez y ocho, ya fue otra cosa! Entonces un bozo juvenil aterciopeló el grano rosado de sus mejillas; el ámbar negro puso un lunar en la blancura de su barbilla, y perturbó todos los juicios, y arrebató todos los ojos, como dice el poeta:

¡Su mirada! ¡Acercarse al fuego sin quemarse no es cosa tan asombrosa como su mirada! ¿Cómo estoy todavía vivo, ¡oh encantador! cuando paso mi vida ante tus ojos?

¡Sus mejillas! ¡Si sus transparentes mejillas están aterciopeladas, no es de bozo como todas las demás, sino de seda exquisita y dorada!

¡Su boca! ¡Hay algunos que vienen a preguntarme ingenuamente donde está el elixir de la vida, y por qué tierra corre el elixir de vida y su manantial!

Y yo les digo: ¡Conozco el elixir de la vida y su manantial! ¡Es la boca de un joven esbelto y dulce, un gamo joven con el cuello tierno e inclinado, un adolescente de cintura flexible!

¡Es el labio húmedo de mi amigo, delgado y vivo, joven de dulces labios de un rojo oscuro!

Pero todo esto cuando tenía diez y ocho años, pues cuando alcanzó la edad de hombre, el príncipe Diadema llegó a ser tan admirablemente hermoso, que fue un ejemplo citado en todos los países musulmanes, a lo largo y a lo ancho. Y así, el número de sus amigos y de sus íntimos fue tan considerable; y cuantos le rodeaban querían verle reinar en el país como reinaba en los corazones.

En esta época, el príncipe Diadema se apasionó por la cacería y por las expediciones por bosques y selvas, a pesar del terror que sus constantes ausencias inspiraban a su padre y a su madre. Y un día mandó a sus esclavos que prepararan provisiones para diez días, y partió con ellos para una cacería a pie y con galgos. Y anduvieron durante cuatro días, hasta que llegaron por fin a una comarca abundante en caza, cubierta de bosques habitados por toda clase de animales silvestres y regada por una multitud de fuentes y arroyos.

Y el príncipe Diadema dio la señal para que comenzase la caza. Se tendió la amplia red de cuerda alrededor de un gran espacio, y los ojeadores irradiaron de la circunferencia al centro, llevándose por delante a todos los animales enloquecidos, empujándolos de este modo hacia el centro. Y en persecución de los animales difíciles de ojear, se soltaron las panteras, los perros y los halcones. Y la cacería con galgos dio un gran número de gacelas, y de toda clase de caza. Y fue una gran fiesta para las panteras de caza, los perros y halcones.

Una vez terminada la caza, el príncipe Diadema se sentó a orillas de un río para descansar un rato. Después repartió la caza entre sus amigos, reservando la mejor parte a su padre el rey Soleimán. Y enseguida se acostó en aquel sitio hasta por la mañana.

Al despertar, se encontraron con que había acampado allí una gran caravana llegada por la noche, y vieron salir de las tiendas y bajar hacia el río para hacer sus abluciones a un gran número de gente, esclavos negros y mercaderes. Entonces el príncipe Diadema envió a uno de sus hombres para que se enterase de quiénes eran y de su país y condición.

Y el correo volvió, y transmitió al príncipe Diadema lo que le había dicho aquella gente: ‘Somos mercaderes que hemos acampado aquí, atraídos por el verdor de este bosque y por esos arroyos deliciosos. Sabemos que nada tenemos que temer, porque estamos en las tierras seguras del rey Soleimán, cuya sabiduría de gobierno es conocida en todas las comarcas y tranquiliza a todos los viajeros. ¡Y le traemos como regalo gran número de cosas bellas y de mucho valor, sobre todo para su hijo, el admirable príncipe Diadema!’.

Y el príncipe Diadema exclamó: ‘¡Por Alah! Si esos mercaderes me traen tan hermosas cosas, ¿por qué no vamos a buscarlas? Así pasaremos alegremente la mañana’. Y el príncipe, seguido de sus amigos los cazadores, se dirigió hacia las tiendas de la caravana.

Cuando los mercaderes vieron llegar al príncipe y adivinaron quién era, acudieron a su encuentro, le invitaron a entrar en sus tiendas, y le levantaron en su honor una magnífica tienda de raso rojo con figuras multicolores, representando flores y pájaros, alfombrada de sedas de la India y brocados de Cachemira. Y colocaron un precioso almohadón sobre una maravillosa alfombra de seda, cuyo borde estaba enriquecido con varias filas de esmeraldas. Y el príncipe se sentó en esta alfombra, se apoyó en el almohadón, y pidió a los comerciantes que le enseñaran sus mercaderías. Y habiéndole enseñado los comerciantes todas sus mercaderías, eligió lo que más le agradaba, y a pesar de que se resistían, les obligó a aceptar su precio, pagándoles con largueza.

Después mandó a los esclavos que recogiesen las compras, y se disponía a montar para proseguir la caza, cuando de pronto vio delante de él, entre los mercaderes, a un joven...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y con su acostumbrada discreción, aplazó el relato para el día siguiente.”

Continuará: La centésima undécima noche

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