martes, 8 de diciembre de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La cuadringentésima octogésima séptima noche

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Y cuando llegó la 487ª noche

Ella dijo:

...y se previno de la cosa a la esposa de Juder, El-Sett Asia, la cual repuso: ‘¡Que venga!’ Y cuando llegó la noche, Salem penetró en el aposento de la esposa de Juder, que hubo de recibirle con las demostraciones de la alegría más viva y con los deseos de bienvenida. Y le ofreció, para que se refrescase, una copa de sorbete, bebiéndola él para caer destrozado, como cuerpo sin alma. Y así acaeció su muerte.

A la sazón El-Sett Asia cogió el anillo mágico y lo hizo añicos para que nadie en adelante lo utilizase de un modo culpable, y cortó en dos el saco encantado, rompiendo así el encanto que poseía.

Tras de lo cual, mandó prevenir al jeique al-Islam de cuanto había sucedido, y avisó a los notables del reino que ya podían elegir nuevo rey, diciéndoles: ‘¡Escoged otro sultán para que os gobierne!’

‘¡Y he aquí -continuó Schehrazada- todo lo que sé de la historia de Juder, de sus hermanos y del saco y el anillo encantados! Pero también sé, ¡oh rey afortunado! una historia asombrosa que se llama...

Historia de Abu-Kir y de Abu-Sir

Dijo Schehrazada:

He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que en la ciudad de lskandaria había antaño dos hombres, uno de los cuales era tintorero y se llamaba Abu-Kir, y el otro era barbero y se llamaba Abu-Sir. Y eran vecinos uno de otro en el zoco, porque se tocaban las puertas de sus tiendas. ¡Y he aquí que el tintorero Abu-Kir era un insigne bribón, un embustero de lo más detestable, un desvergonzado! ¡Ni más ni menos! ¡Sin duda alguna, debieron tallarse sus sienes con algún granito irreductible y debió labrarse su cabeza con la piedra de los escalones de una iglesia de judíos!

De no ser así, ¿cómo hubiera él tenido tan desvergonzada audacia para las fechorías y las ruindades todas? Entre otras diversas estafas, acostumbraba a hacer que sus clientes le pagasen por adelantado, con pretexto de que necesitaba dinero para comprar colores, y nunca devolvía las telas que le llevaban a teñir. Por el contrario, no sólo se gastaba el dinero que había cobrado de antemano, comiendo y bebiendo a su sabor, sino que vendía en secreto las telas depositadas en su casa, y con ello se pagaba toda clase de regocijos y diversiones de primera calidad. Y cuando volvían los clientes para reclamarle sus efectos, siempre encontraba medio de entretenerles y hacerles esperar indefinidamente, unas veces con un pretexto y otras con otro.

Por ejemplo, decía: ‘¡Por Alah, ¡oh mi amo! que ayer parió mi esposa, y me he visto obligado a correr de un lado para otro durante todo el día!’ 0 decía también: ‘Ayer tuve invitados y me ocuparon todo el tiempo mis deberes de hospitalidad para con ellos; pero, si vuelves dentro de dos días, desde el amanecer encontrarás terminada tu tela’. Y dilataba todo lo posible los compromisos con sus parroquianos, hasta que alguno exclamaba, impacientado: ‘¡Bueno! ¿Vas a decirme la verdad de lo que ocurre con mis telas? ¡Devuélvemelas! ¡Ya no quiero teñirlas!’ Entonces contestaba él: ‘¡Por Alah, que estoy desesperado!’ Y alzaba al cielo las manos, haciendo toda clase de juramentos de que iba a decir la verdad. Y después de lamentarse y golpearse las manos una contra otra, exclamaba: ‘Figúrate, ¡oh mi amo! que cuando estuvieron teñidas las telas, las puse a secar bien tendidas en las cuerdas que hay delante de mi tienda, y me ausenté un instante para ir a orinar; cuando volví habían desaparecido, robándomelas algún forajido, ¡quizá mi mismo vecino, ese barbero calamitoso!’

Al oír estas palabras, si el cliente era un buen hombre entre las personas tranquilas, se con- tentaba con responder: ‘¡Alah me indemnizará!’ y se iba. Pero si el cliente era hombre irritable, se ponía furioso y llenaba de injurias al tintorero y comenzaba a golpes con él, provocando una disputa pública en la calle en medio de la aglomeración de gente. Y a pesar de todo, y aun a despecho de la autoridad del kadí, no conseguía recobrar sus efectos, ya que faltaban pruebas, y por otra parte, en la tienda del tintorero no había nada que pudiese embargarse y venderse. Y aquel comercio duró bastante tiempo, el necesario para chasquear uno tras de otro a todos los mercaderes del zoco y a todos los habitantes del barrio. Y el tintorero Abu-Kir vio a la sazón perdido irremediablemente su crédito y aniquilado su comercio, pues no había ya nadie a quien pudiese despojar. Y fue objeto de la desconfianza general, y se le citaba en proverbios cuando se quería hablar de las bribonadas que hacen las gentes de mala fe.

Cuando el tintorero Abu-Kir vióse reducido a la miseria, fue a sentarse delante de la tienda de su vecino el barbero Abu-Sir, y le puso al corriente del mal estado de sus negocios, y le dijo que ya no le quedaba más que morirse de hambre. Entonces el barbero Abu-Sir, que era un hombre que marchaba por la senda de Alah, y aunque muy pobre era escrupuloso y honrado, se compadeció de la miseria de quien era más pobre que él y contestó:

‘¡El vecino se debe a su vecino! ¡Quédate aquí y come y bebe y participa de los bienes de Alah hasta que lleguen días mejores!’ Y le recibió con bondad, y atendió a todas sus necesidades durante un largo transcurso de tiempo.

Pero he aquí que un día el barbero Abu-Sir se quejaba al tintorero Abu-Kir de los rigores de la suerte, y le decía: ‘Ya lo ves, hermano mío! No soy, ni mucho menos, un barbero torpe y mi mano es ligera en la cabeza de mis clientes. ¡Pero como mi tienda es pobre y yo también soy pobre, nadie viene a afeitarse en mi casa! ¡Apenas si por la mañana, en el hammam, algún mandadero o algún fogonero se dirige a mí para que le afeite los sobacos o le aplique en el vientre pasta depilatoria! ¡Y con las pocas monedas que esos pobres dan a un pobre como yo, puedo alimentarte, alimentarme y subvenir a las necesidades de la familia que soporto a mi cuello!

¡Pero Alah es grande y generoso!’

El tintorero Abu-Kir contestó: ‘Verdaderamente eres muy infeliz al aguantar con tanta paciencia la miseria y los rigores de la suerte, habiendo medios de enriquecerse y de vivir con holgura. Te disgusta tu oficio, que no te produce nada, y yo no puedo ejercer el mío en este país lleno de gentes malévolas. No nos queda otro recurso que abandonar esta tierra cruel y marcharnos a viajar en busca de alguna ciudad donde nos sea fácil ejercer nuestro arte con fruto y satisfacción.

¡Por lo demás, cuántas ventajas reportan los viajes! ¡Viajar es alegrarse, es respirar el aire libre, es descansar de las preocupaciones de la vida, es ver nuevos países y nuevas tierras, es instruirse, y cuando se tiene entre las manos un oficio tan honorable y excelente como el mío y el tuyo, y sobre todo tan admitido generalmente en todas las tierras y en los pueblos más diversos, es ejercerlo con grandes beneficios, honores y prerrogativas!

Y además, no ignoras lo que ha dicho el poeta acerca del viaje:

¡Deja las moradas de tu patria, si aspiras a cosas grandes, e invita a viajar a tu alma!

¡En el umbral de tierras nuevas te esperan los placeres, las riquezas, los buenos modales, la ciencia y las amistades escogidas!

Y si te dicen: ‘¡Qué de penas y preocupaciones y peligros vas a soportar en tierra lejana, amigo!’ contesta: ‘¡Vale más estar muerto que vivo, si ha de vivirse siempre en el mismo lugar, cual insecto roedor, entre envidiosos y espías!’

‘¡Así pues, hermano mío, no podemos hacer nada mejor que cerrar nuestras tiendas y viajar juntos para mejorar de suerte!’ Y continuó hablándole con lengua tan elocuente, que el barbero Abu-Sir quedó convencido de la urgencia de la marcha, y se apresuró a hacer sus preparativos, que consistieron en envolver en un retazo viejo de tela remendada su bacía, sus navajas, sus tijeras, su suavizador y algunos otros pequeños utensilios, yendo luego a despedirse de su familia y volviendo a la tienda en busca de Abu-Kir, que le esperaba.

Y le dijo el tintorero: ‘Ahora sólo nos resta recitar la Fatiha liminar del Korán para dar fe de que somos hermanos y comprometernos juntos a guardar en lo sucesivo en la misma arca nuestras ganancias, repartiéndolas con toda imparcialidad a nuestro regreso a Iskandaria. ¡Como también debemos prometernos que aquél de entre nosotros que encuentre antes trabajo se obligará a mantener al que no pueda ganar nada!’

El barbero Abu-Kir no puso ninguna dificultad al reconocer la legitimidad de estas condiciones; y ambos entonces, para afirmar sus mutuos compromisos, recitaron la Fatiha liminar del Korán...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.”

Continuará: La cuadringentésima octogésima octava noche

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Valram

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