domingo, 12 de diciembre de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La octingentésima septuagésima cuarta noche

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Pero cuando llegó la 874ª noche

Ella dijo:

‘¡...Alah aleje de ti todo mal, ¡oh maestro! Pero aún tienes la tez más amarilla que ayer!

¡Descansa! ¡Y no te preocupes de los demás!’ Y muy impresionado con las palabras del maligno muchacho, me dije a mí mismo: ‘Cuídate bien, ¡oh maestro! cuídate bien a costa de tus alumnos’. Y así pensando, dije al monitor: ‘¡Da tú la clase como si yo estuviera allí!’ Y empecé a gemir y a lamentarme de mí mismo. Y dejándome en aquel estado, el muchacho se apresuró a reunirse con los demás alumnos para ponerlos al corriente de la situación.

Y aquel estado de cosas duró una semana entera, al cabo de la cual el alumno monitor me llevó otra suma de ochenta dracmas, diciéndome: ‘Es la colecta que han hecho los buenos de tus alumnos, a fin de que nuestra maestra te pueda cuidar bien’. Y aún me conmoví mucho más que la vez primera, y me dije: ‘¡Oh! en verdad que tu enfermedad es una enfermedad bendita que te proporciona dinero sin trabajos ni esfuerzos, y que, al fin y al cabo, no te hace sufrir. ¡Ojalá dure mucho tiempo todavía, para mayor bien tuyo!’

Y desde aquel momento decidí fingir que seguía enfermo, persuadido a la larga de que mi organismo no estaba realmente atacado, y diciéndome: ‘Jamás tus lecciones te producirán tanto como tu enfermedad’.

Y a partir de aquel momento, me tocó a mí hacer creer en lo que no existía. Y cada vez que el alumno monitor volvía a verme le decía yo: ‘¡Voy a morir de inanición, porque mi estómago rehúsa los alimentos!’ Pero no era verdad, pues nunca había comido yo con tanto apetito ni me había encontrado mejor.

Y continué viviendo de tal suerte durante algún tiempo, cuando he aquí que un día entró el alumno en el preciso momento en que me disponía a comer un huevo. Y al verle, mi primer impulso fue el de ocultar el huevo en mi boca, por temor de que, al encontrarme comiendo, sospechara la verdad y advirtiese mi falsía. Y como el huevo quemaba, me producía dolores intolerables. Y el empecatado chiquillo, que sin duda alguna debía saber a qué atenerse acerca de la situación, en vez de marcharse persistió en mirarme con aire compasivo y diciéndome: ‘¡Oh maestro, qué inflamadas tienes las mejillas y cuánto debes sufrir! Eso seguramente debe ser un absceso maligno’. Luego, como en mi tortura se me salían los ojos de la cabeza y no le contestaba, me dijo: ‘¡Hay que abrirlo! ¡Hay que abrirlo!’

Y avanzó hacia mí con presteza, y quiso clavarme en la mejilla una aguja gorda. Pero entonces salté sobre ambos pies vivamente, y corrí a la cocina, donde escupí el huevo, que ya me había quemado gravemente las mejillas. Y a consecuencia de aquella quemadura, ¡oh Emir de los Creyentes! se me declaró en la mejilla un verdadero absceso y me hizo ver la muerte roja. Y me hizo ir al barbero, que me sacó la mejilla para vaciarme el absceso. Y a consecuencia de aquella operación se me quedó la boca hendida y deformada.

Y he aquí el por qué de la rasgadura y de la deformación de mi boca. En cuanto al por qué de mi lisiadura, ¡helo aquí!

Cuando, al cabo de algún tiempo, me repuse de las consecuencias de la herida, volví a la escuela, donde fui más riguroso y severo que nunca para con mis alumnos, cuya turbulencia había que reprimir. Y cuando la conducta de uno de ellos dejaba algo que desear, le corregía a estacazos. Así acabé por enseñarles a respetarme de tal modo, que, cuando me ocurría estornudar, abandonaban al instante sus libros y cuadernos, se erguían sobre sus pies con los brazos cruzados y se inclinaban ante mí hasta tierra, exclamando de común acuerdo: ‘¡Bendición! ¡Bendición!’ Y yo contestaba, como era razón: ‘¡Y con vosotros el perdón! ¡Y con vosotros el perdón!’ Y también les enseñaba otras mil cosas, a cual más provechosa e instructiva. Porque no quería que sus padres gastasen en vano el dinero que me daban por su educación. Y de tal suerte esperaba hacer de los chicos excelentes sujetos y comerciantes respetables.

Un día, que era día de salida, los llevé de paseo un poco más lejos que de costumbre. Y de haber andado mucho, teníamos mucha sed. Y como precisamente habíamos llegado junto a un pozo, decidí bajar a él para aplacar mi sed con el agua fresca que contenía y coger un cubo de ella, si podía, para los chicos.

Y al ver que no había cuerda, cogí todos los turbantes de los alumnos, y haciendo con los mismos una cuerda bastante larga, me la até a la cintura y ordené a mis alumnos que me bajaran al pozo. Y al punto me obedecieron. Y me vi colgado del orificio del pozo. Y me bajaron con precaución para que no diese con la cabeza en la piedra. Y he aquí que el tránsito del calor al fresco y de la luz a la oscuridad me hizo estornudar. Y no pude reprimir un estornudo. Y sea involuntariamente, sea por costumbre, sea por malicia, mis escolares soltaron la cuerda con un ademán unánime, se cruzaron de brazos y exclamaron todos a la vez, como lo hacían en la escuela: ‘¡Bendición! ¡Bendición!’ Pero no pude contestarles en aquella circunstancia, porque caí pesadamente al fondo del pozo. Y como el agua no tenía mucha profundidad, no me ahogué; pero me rompí ambas piernas y la clavícula, en tanto que los chicos, espantados no sé si de su hazaña o de su atolondramiento, huyeron a todo correr.

Y yo lanzaba tales gritos de dolor, que unos transeúntes, de quienes llamé la atención, me sacaron del pozo. Y como me hallaba en un estado lamentable, me colocaron en un asno y me llevaron a casa, donde estuve postrado durante un tiempo considerable. Pero jamás me curé de mi accidente. Y no pude volver a ejercer mi profesión de maestro de escuela.

Y por eso ¡oh Emir de los Creyentes! me vi obligado a mendigar para dar de comer a mi mujer y a mis hijos. Y así es como me has visto y socorrido generosamente en el puente de Bagdad.

¡Y tal es mi historia!’

Y cuando el maestro de escuela lisiado y con la boca hendida acabó de contar de tal suerte la causa de su lisiadura y de su deformidad, Massrur, el portaalfanje, le hizo volver a la fila. Y el ciego que se hacía abofetear en el puente avanzó a tientas entre las manos del califa, y obedeciendo a la orden que le habían dado, contó así lo que tenía que contar. Dijo:

Historia del ciego que se hacía abofetear en el puente

‘Has de saber ¡oh Emir de los Creyentes! que, por lo que a mí respecta, en tiempos de mi juventud yo era conductor de camellos. Y gracias a mi trabajo y a mi perseverancia, acabé por ser propietario de ochenta camellos de mi exclusiva pertenencia. Y los alquilaba a las caravanas que comerciaban de un país en otro, y en época de peregrinación, lo cual me valía crecidos beneficios y hacía aumentar de año en año mi capital y mis intereses. Y con mis beneficios aumentaba de día en día mi deseo de ser más rico aún, y no pensaba nada menos que en llegar a ser el más rico de los conductores de camellos del Irak.

Un día entre los días, regresando yo de Bassra de vacío con mis ochenta camellos, a los que había conducido a aquella ciudad cargados de mercaderías con destino a la India, y habiendo hecho alto junto a un depósito de agua para darles de beber y dejarlos pacer por las cercanías, vi avanzar en dirección mía a un derviche. Y el tal derviche me abordó con aire cordial, y después de las zalemas por una y otra parte, se sentó a mi lado. Y reunimos nuestras provisiones, y con arreglo a las costumbres del desierto, tomamos juntos nuestra comida. Tras de lo cual nos pusimos a hablar de unas cosas y de otras y nos interrogamos mutuamente acerca de nuestro viaje y de su punto de destino. Y él me dijo que se dirigía a Bassra y yo le dije que iba a Bagdad. Y cuando reinó la intimidad entre nosotros, le hablé de mis negocios y de mis ganancias y le di cuenta de mis proyectos de riquezas y de opulencia.

Y dejándome hablar hasta que concluí, el derviche me miró sonriendo y me dijo:

‘¡0h mi señor Babá-Abdalah, cuánto trabajo te tomas para llegar a un resultado tan poco proporcionado, cuando a veces basta un recodo del camino para que el destino os haga, en un abrir y cerrar de ojos, no solamente más rico que todos los conductores de camellos del Irak, sino más poderoso que todos los reyes de la tierra reunidos!’. Luego añadió: ‘¡Oh mi señor Babá-Abdalah! ¿Oíste alguna vez hablar de tesoros escondidos y de riquezas subterráneas?’ Y contesté: ‘Ciertamente, ¡oh derviche! he oído hablar a menudo de tesoros escondidos y de riquezas subterráneas. Y todos sabemos que cada uno de nosotros puede, si tal es el decreto del Destino, despertarse un día más opulento que los reyes todos. Y no hay un labrador que, al labrar su tierra, no piense que llegará día en que caiga sobre la piedra sellada de algún tesoro maravilloso, y no hay un pescador que, al arrojar sus redes al agua, no piensa en que llegará día en que saque la perla o la gema marina que le llevará al límite de la opulencia. ¡Pues no soy un ignorante, ¡oh derviche! Y además estoy persuadido de que los hombres de tu corporación conocen secretos y palabras de gran poder!’

Y al oír este discurso, el derviche cesó de escarbar en la arena con su báculo, me miró de nuevo y me dijo: ‘¡Oh mi señor Babá-Abdalah! creo que hoy no has tenido un mal encuentro al encontrarte conmigo, y se me antoja que este día es para ti precisamente el día en que hará recodo el camino que te conduzca frente a tu destino’. Y le dije: ‘¡Por Alah, ¡oh derviche! que le acogeré con firmeza y con ojos llenos, y tráigame lo que me traiga, lo aceptaré con corazón agradecido!’ Y me dijo él: ‘¡Entonces, levántate ¡oh pobre! y sígueme!’

Y se irguió sobre ambos pies, y echó a andar delante de mí. Y le seguí, pensando:

‘¡Sin duda hoy es el día de mi destino, después de tanto tiempo como llevo aguardándole!’ Y al cabo de una hora de marcha llegamos a un pequeño valle bastante espacioso, cuya entrada era tan estrecha que mis camellos apenas podían pasar por ella uno a uno. Pero no tardó en ensancharse el terreno con el valle, y nos vimos al pie de una montaña tan impracticable, que no había ni que pensar que una criatura humana llegase por allí nunca hasta nosotros. Y el derviche me dijo: ‘Henos aquí llegados adonde había que llegar. Por lo que a ti respecta, para tus camellos y haz que se sienten, a fin de que, cuando llegue el momento de cargarlos con lo que vas a ver, no nos cueste trabajo el hacerlo’. Y contesté con el oído y la obediencia, y me dediqué a sentar a todos los camellos, uno tras de otro, en el amplio espacio que se extendía al pie de aquella montaña, tras de lo cual me reuní con el derviche y le encontré con un eslabón en la mano prendiendo fuego a un montón de leña seca. Y en cuanto brotó llama del montón de leña, el derviche arrojó a él un puñado de incienso macho, pronunciando palabras cuyo significado no comprendí. Y al punto se elevó por el aire una columna de humo que el derviche partió en dos con su báculo. Y en seguida una roca grande, frente a la cual nos encontrábamos, se separó por la mitad y nos dejó ver una ancha abertura en el sitio donde un instante antes había una muralla lisa y vertical...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La octingentésima septuagésima quinta noche

Noticias de referencia:
Las mil y una noches, denunciado por indecente
http://www.eluniversal.com.mx/notas/678635.html

Editan “Las mil y una noches” de Vargas Llosa
http://www.eluniversal.com.mx/cultura/61906.html

¿Y si “Las mil y una noches” lo escribió una mujer?
http://www.eluniversal.com.mx/cultura/61873.html

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Valram

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