domingo, 13 de febrero de 2011

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La noningentésima trigésima séptima noche

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Y cuando llegó la 937ª noche

Ella dijo:

…le mostró, uno tras de otro, los doce armarios con su contenido, que no podrían describir mil lenguas ni anotar mil registros. Y aquellos armarios fueron los que más tarde sirvieron de base a las riquezas de los Bani-Barmak y de los Bani-Abbas.

En cuanto a Al-Raschid, en su alegría por encontrar a su bienamada Obra Maestra de los Corazones, hizo decorar e iluminar Bagdad desde un río al otro río, y dio festejos espléndidos en los que no quedó olvidado ningún pobre. Y en el transcurso de estos festejos, Ishak Al-Nadim, a quien se encumbró más que nunca con honores y dignidades, cantó en público el canto que, por agradecimiento, no dejó de enseñarle Tohfa y que ella misma había aprendido de Eblis (¡Confundido sea!).

Y Al-Raschid y Obra Maestra de los Corazones no cesaron de vivir una vida deliciosa, con prosperidad y amor, hasta la llegada ineluctable de la Proveedora de tumbas.

‘Y tal es ¡oh rey afortunado! -continuó Schehrazada- la historia de la joven Tohfa, Obra Maestra de los Corazones, lugartenienta de los pájaros’.

Y el rey Schahriar se maravilló de este relato de Schehrazada hasta el límite de la maravilla, sobre todo de los poemas y cantos de las flores y las aves, y especialmente del canto de la Abubilla y del canto del Cuervo. Y pensó para su ánima: ‘¡Por Alah, que esta hija de mi visir ha sido para mí una bendición insigne! Y una persona de su mérito y de sus cualidades no merece la muerte. Es preciso, pues, antes de que decida definitivamente con respecto a ella, que reflexione algún tiempo todavía. ¡Y además, puede saber otras historias no menos admirables, y contármelas!’ Y se sintió en un estado de exaltación como no lo había experimentado hasta entonces; de modo que no pudo por menos de estrechar de pronto a Schehrazada contra su corazón, y decirle: ‘Benditas sean las mujeres que se te parecen, ¡oh Schehrazada! Esa historia me ha conmovido en extremo con los cantos de flores y aves que contiene y con la gran enseñanza con que me han enriquecido esos poemas. Así, pues, ¡oh virtuosa y dilecta hija de mi visir! si aún tienes que contarme una o dos o tres o cuatro historias como esa, no vaciles en comenzar. ¡Porque esta noche me noto el alma apaciguada y refrescada con tus palabras, y el corazón conquistado por tu elocuencia!’

Y Schehrazada contestó: ‘No soy más que la esclava de mi amo el rey, y sus alabanzas están por encima de mis méritos. Pero, ya que lo deseas, me gustaría narrarte ciertos hechos relativos a mujeres, a capitanes de policía y a otras cosas parecidas, aunque tengo mucho miedo de que mis palabras ofendan a tu espíritu y a tu amor por la moral, pues serán un poco libres y atrevidas. Porque ¡oh rey del tiempo! el pueblo ignora generalmente el lenguaje discreto, y sus expresiones traspasan a veces los límites de las conveniencias. ¡Por tanto, si quieres que salte por encima de ellas, saltaré; pero, si quieres que me calle, me callaré!’ Y dijo el rey Schahriar: ‘¡Claro que puedes hablar, Schehrazada! porque nada podrá asombrarme de parte de las mujeres, y sé que son semejantes a una costilla torcida; y es notorio que, cuando se quiere enderezar una costilla torcida, se la tuerce más; y si se insiste, se la rompe.

¡Habla, pues, sin reticencias, que la cordura no habita lejos de nosotros desde el día en que tuvo lugar la traición de la esposa maldita que sabes!’ Y pronunciadas estas últimas palabras, el semblante del rey Schahriar se oscureció de repente, hundiéndose sus ojos, se fruncieron sus cejas, palideció su tez, y su estado se tornó en muy mal estado. Y todo esto sucedió sólo al recuerdo evocado de la antigua desventura. Así es que, al ver aquella mudanza que no anunciaba nada tranquilizador, la pequeña Doniazada tuvo cuidado de exclamar al punto: ‘¡Oh hermana mía! por favor, date prisa a contarnos lo que nos has anunciado respecto a los capitanes de policía y a las mujeres, y no temas nada por parte de este rey bien educado, que ya sabe que las mujeres son como las pedrerías, unas con manchas, taras y defectos, y otras puras, transparentes y a toda prueba. ¡Y mejor que tú y mejor que yo sabrá él hallar la diferencia y no confundir las joyas con los guijarros!’

Y Schehrazada dijo: ‘Verdad dices, ¡oh pequeña! ¡Así es que, de todo corazón amistoso, voy a contar a nuestro amo la Historia de Al-Malek Al-Zaher Rokn Al-Din Baibars Al-Bondokdari y de sus capitanes de policía, y lo que les sucedió!’

Historia de Baibars y de los capitanes de policía

Schehrazada dijo:

Se cuenta -¡pero Alah el Invisible es más sabio!- que en otro tiempo había en el país de Egipto, en El Cairo, un sultán entre los sultanes valerosos y poderosos de la ilustrísima raza de los Baharirtas turcomanos. Y se llamaba el sultán Al-Malek Al- Zaher Rokn Al-Din Baibars Al-Bondokdari. Y bajo su reinado, brilló el Islam con un esplendor sin precedente, y el Imperio se extendió gloriosamente desde el límite extremo de Oriente a los confines profundos de Occidente. Y sobre la faz de la tierra de Alah, y bajo el cielo cerúleo no quedó en pie ninguna plaza fuerte de los francos y de los nazarenos, cuyos reyes fueron alfombra para los pies de aquel sultán. Y en las llanuras verdes, y en los desiertos, y sobre las aguas, no se elevaba ninguna voz que no fuese la voz de un Creyente, ni se oían pasos que no fuesen los pasos de quien caminaba por la vía de la rectitud. ¡Bendito sea por siempre el que nos enseñó el camino, el Bienamado hijo de Abdalah el Khoreichita, nuestro señor y soberano Ahmad-Mahomed, el Enviado (¡con él la plegaria y la paz y las más escogidas bendiciones! ¡Amín!)

Y he aquí que el sultán Baibars amaba a su pueblo y era por él amado; y cuanto de cerca o de lejos se refería a su pueblo, bien con respecto a indumentaria y costumbres, bien con respecto a tradiciones y usos locales, le interesaba en extremo. Así es que no solamente le gustaba ver todas las cosas con sus propios y ojos y escucharlas a los narradores; y había encumbrado hasta las más altas categorías a aquellos de sus oficiales, guardias y familiares que mejor sabían contar las cosas del pasado y exponer las cosas del presente.

Así es que, una noche que se hallaba más dispuesto que de costumbre a escuchar y a instruirse, reunió a todos los capitanes de policía de El Cairo, y les dijo: ‘Quiero que esta noche me contéis lo más digno de contarse entre lo que conozcáis’. Y contestaron ellos: ¡Por encima de nuestras cabezas y de nuestros ojos! Pero ¿quiere nuestro amo que contemos algo que nos haya sucedido personalmente, o algo que sepamos que le ha sucedido a otro?’ Y dijo Baibars: ‘Delicada es la pregunta. ¡Por eso, que cada uno de vosotros quede en libertad de contar lo que quiera, pero con la condición de que sea de lo más sorprendente!’ Y contestaron: ‘Está bien, ualah, ¡oh señor nuestro! ¡Te pertenece nuestro ingenio, así como nuestra lengua y nuestra felicidad!’

Y el primero que avanzó entre las manos de Baibars, para empezar su relato, era un capitán de policía que se llamaba Moin Al-Din, con el hígado ulcerado de amor por las mujeres y el corazón enredado en las colas de ellas sin cesar. Y tras de los deseos de larga vida al sultán, dijo: ‘¡Yo ¡oh rey del tiempo! te contaré un suceso extraordinario que me concierne personalmente y que me ocurrió en los primeros tiempos de mi carrera!’

Y se expresó así:

Historia contada por el primer capitán de policía

‘Has de saber ¡oh mi señor y corona de mi cabeza! que cuando entré al servicio de la policía de El Cairo, a las órdenes de nuestro jefe Alam Al-Din Sanjar, estaba yo muy reputado, y todo hijo de alcahuete, de perro o de ahorcado, incluso todo hijo de zorra, me temía y me temblaba igual que a una calamidad, y huía de mí como del mal de aire amarillo. Y cuando yo iba a caballo por la ciudad, las gentes de esa clase me señalaban con el dedo y se guiñaban los ojos de modo convenido, en tanto que otros amontonaban en el suelo con sus manos las zalemas respetuosas con que me saludaban al pasar. Y yo no me preocupaba de sus gestos más que de una mosca que me hubiera rozado el zib. Y seguía mi camino con actitud altanera.

Un día, estaba sentado en el patio del walí, con la espalda apoyada contra el muro, y pensaba en mi grandeza y en mi importancia, cuando de pronto vi caer del cielo en mi regazo algo tan pesado como la sentencia del juicio final. Y era una bolsa llena y precintada. Y la tomé en mis manos y la abrí y vertí el contenido en los pliegues de mi ropa. Y conté hasta cien dracmas, ni uno más, ni uno menos. Y por más que miré a todos lados, encima de mi cabeza y a mi alrededor, no puede descubrir a la persona que la había dejado caer. Y dije: ‘¡Loores al Señor, Rey de los reinos de lo Visible y de lo Invisible!’ E hice desaparecer a la hija en el seno de su padre. ¡Y he ahí lo referente a ella!

Al día siguiente, me reclamaba mi servicio en el mismo sitio que la víspera; y llevaba allí un momento, y he aquí que me cayó pesadamente un objeto en la cabeza y me puso de muy malhumor. Y miré con ademán furioso, y vi ¡por Alah! que era un bolsa llena, de todo punto hermana de la querida de su padre a quien hube de conceder el derecho de asilo junto a mi corazón. Y la envié a recalentarse en el mismo sitio para que hiciera compañía a su hermana mayor y protegiera su pudor contra los deseos indiscretos. Y lo mismo que la víspera, levanté la cabeza y la bajé, y volví el cuello y lo revolví, y giré sobre mí mismo y me inmovilicé, y miré a mi derecha y a mi izquierda, pero sin conseguir hallar ni rastro del expedidor de aquella encantadora bienvenida. Y me pregunté: ‘¿Duermes o no duermes?’ Y contesté: ‘No duermo. No, ¡por Alah! no está conmigo el sueño’. Y como si nada hubiese pasado, me recogí la orla del traje, y salí del palacio con aire indiferente, escupiendo en el suelo a cada paso.

Pero a la tercera vez tomé mis precauciones. En efecto, no bien llegué al muro consabido, contra el cual de ordinario me pavoneaba admirándome, me tendí en tierra, y simulando dormir, me puse a roncar con tanto ruido como el de una manada de camellos escapados. Y de repente, ¡oh mi señor sultán! sentí en mi ombligo una mano que buscaba no sé qué. Y como no tenía nada que perder con aquella intervención, dejé que la mano consabida hurgara en la mercancía de arriba a abajo; y cuando me pareció que se aventuraba por el camino más angosto del distrito, la cogí bruscamente, diciendo: ‘¿Por dónde te metes, ¡oh hermana mía!?’ Y me incorporé, abriendo los ojos, y vi que la propietaria de la gentil mano, adornada de sortijas de diamantes, que había huroneado en aquel camino de perdición, era una joven feérica, ¡oh mi señor sultán! que me miraba riendo. Y era como el jazmín. Y le dije: ‘Confianza y amistad, ¡oh mi señora! El mercader y su mercancía son de tu propiedad. Pero dime de qué parterre eres la rosa, de qué ramillete eres el jacinto, de qué jardín eres el ruiseñor, ¡oh la más deseable de las jóvenes!’. Y mientras hablaba así, tuve mucho cuidado de no soltarla.

Entonces, sin el menor azoramiento en el gesto ni en la voz, la joven me hizo seña de que me levantara, y me dijo: ‘¡Ya Si-Moin! levántate y sígueme, si deseas saber quién soy y cuál es mi nombre’. Y yo, sin vacilar ni un instante, como si la conociese desde hacía mucho tiempo, o como si fuera yo su hermano de leche, me levanté, y después de sacudirme el traje y ajustarme el turbante, eché a andar a diez pasos de ella para no llamar la atención, pero sin perderla de vista ni un momento. Y de tal suerte llegamos al fondo de un retirado callejón sin salida, en donde me hizo señas de que podía acercarme sin temor. Y la abordé sonriendo, y sin tardanza quise hacer respirar a su lado el aire al niño de su padre. Y para no quedar por tonto ni por idiota, hice salir al niño consabido, y le dije: ‘Aquí le tienes, ¡oh mi señora!’. Pero ella me miró con aire despreciativo, y me dijo: ‘Guárdale, ¡oh capitán Moin! porque se va a resfriar’. Y contesté con el oído y la obediencia, y añadí: ‘No hay inconveniente, que tú eres quien manda, y yo soy el colmado por tus favores. Pero ¡oh hija legítima! ya que lo que te tienta no es este grueso nervio de confitura, ni este zib con sus anejos, ¿por qué me has gratificado con dos bolsas llenas y me has hecho cosquillas en el ombligo, y me has traído hasta aquí, a este oscuro callejón propicio a los saltos y a los asaltos?’. Y ella me contestó: ‘¡Oh capitán Moin! eres el hombre de esta ciudad en quien tengo más confianza, y por eso me he dirigido a ti con preferencia a ningún otro. ¡Pero es por otro motivo del que te crees!’. Y yo dije: ‘¡Oh mi señora! cualquiera que sea el motivo, lo agradezco. ¡Habla! ¿Qué servicio exiges del esclavo a quien has comprado por dos bolsas de cien dracmas?’.

Y ella sonrió y me dijo:

‘¡Ojalá vivas mucho tiempo! ¡Escucha! Has de saber ¡oh capitán Moin! que soy una mujer que está prendada de una jovenzuela. Y su amor chisporrotea como fuego en mis entrañas. Y aunque tuviera yo mil lenguas y mil corazones, no sería más viva esta pasión que tanto me penetra. Y la adorada no es otra que la hija del kadí de la ciudad. Y entre ella y yo ha ocurrido lo que ha ocurrido. Y eso es un misterio de amor. Y entre ella y yo existe un apasionado pacto acordado con promesas y con juramentos. Porque ella arde por mí con un ardor igual. Y jamás se casará ella, y jamás me tocará a mí un hombre. Y nuestras relaciones databan ya de hacía algún tiempo, y éramos inseparables, comiendo juntas y bebiendo en el mismo jarro y durmiendo en el mismo lecho, cuando un día su padre, el kadí de barba maldita, advirtió nuestras relaciones y las cortó de raíz, aislando completamente a su hija y diciéndome que me rompería las manos y los pies si entraba en su morada. Y desde entonces no he podido ver a la adorada, quien, según he sabido indirectamente, está como loca a causa de nuestra separación. ¡Y precisamente para aliviar mi corazón y proporcionarle alguna alegría me he decidido a venir en busca tuya, ¡oh capitán sin par! convencida de que sólo de ti pueden venir la alegría y el alivio!’.

Por lo que a mí respecta, ¡oh mi señor sultán! al oír estas palabras de la incomparable joven que tenía delante de mis ojos, me quedé estupefacto hasta el límite de la estupefacción, y dije para mí: ‘¡Oh Alah Todopoderoso! ¿Y desde cuándo las jovenzuelas se transforman en jovenzuelos, y las cabras en machos cabríos? ¿Y qué clase de pasión y qué especie de amor pueden ser la pasión y el amor de una mujer por otra mujer? ¿Y cómo de la noche a la mañana puede crecer el cohombro con sus anejos donde no está dispuesto el terreno para cultivarlo?’. Y golpeé mis manos una contra otra con sorpresa, y dije a la joven: ‘¡Oh señora mía! ¡Por Alah, que no comprendo nada de lo que me ha narrado tu gracia! Explícamelo antes al detalle desde el principio. ¡Porque ¡ualahí! jamás oí decir que fuese cosa corriente el que las corzas suspirasen por las corzas y las gallinas por las gallinas!’. Y ella me dijo: ‘Cállate, ¡oh capitán! porque eso es un misterio de amor, y son pocas las personas capaces de comprenderlo...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La noningentésima trigésima octava noche

Noticias de referencia:
Las mil y una noches, denunciado por indecente
http://www.eluniversal.com.mx/notas/678635.html

Editan “Las mil y una noches” de Vargas Llosa
http://www.eluniversal.com.mx/cultura/61906.html

¿Y si “Las mil y una noches” lo escribió una mujer?
http://www.eluniversal.com.mx/cultura/61873.html

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Valram

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