jueves, 11 de febrero de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La quingentésima quincuagésima segunda noche

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Y cuando llegó la 552ª noche

Ella dijo:

...Y tardé mucho en venderle el lino. Por último, lo envolví y se lo cedí en muy poco. Y se marchó ella, seguida por mis miradas.

Algunos días más tarde, volvió a comprarme lino, y se lo vendí en menos todavía que la primera vez, sin dejarla regatear. Y comprendió que yo estaba enamorado de ella y se marchó; pero fue para volver poco tiempo después, acompañada de una vieja que estuvo presente durante la venta, y que volvió luego con ella cuantas veces la joven tenía necesidad de hacer una compra.

Yo entonces, como el amor se había apoderado por completo de mi corazón, llamé aparte a la vieja, y le dije: ‘¿Podrías proporcionarme un goce con ella, mediante un regalo para ti?’ La vieja me contestó: ‘Podría procurarte un encuentro para que gozaras; pero ha de ser con la condición de que la cosa permanezca secreta entre nosotros tres: yo, tú y ella; y además, tendrás que gastarte algún dinero’.

Contesté: ‘¡Oh caritativa tía! si mi alma y mi vida debieran ser el precio de sus favores, mi alma y mi vida le daría. ¡Y en cuanto al dinero, poco importa lo que sea!’ Y me puse de acuerdo con ella para darle, como comisión, la suma de cincuenta dinares; y se los conté en el momento. Y ultimado de tal suerte el trato, la vieja me dejó para ir a hablar a la joven; y volvió enseguida con una respuesta favorable. Luego me dijo: ‘¡Oh mi amo! esta joven no dispone de un sitio para semejantes encuentros, porque aún está virgen su persona, y no sabe nada de tales cosas. ¡Es preciso, pues, que la recibas en tu casa, adonde irá a buscarte y se quedará hasta mañana!’ Y yo acepté con fervor, y me fui a la casa para preparar lo necesario en cuanto a manjares bebidas y repostería. Y me puse a esperar.

Y pronto vi llegar a la joven franca, y le abrí, y le hice entrar en mi casa. Y como estábamos en verano, lo había yo dispuesto en la terraza todo. Y la invité a sentarse a mi lado, y comí y bebí con ella. Y la casa en que yo me alojaba tenía vistas al mar; y a la luz de la luna estaba hermosa la terraza, y la noche parecía llena de estrellas que reflejábanse en el agua. Y mirando todo aquello, volví sobre mí mismo, y pensé para mi ánima: ‘¿No te da vergüenza ante Alah el Altísimo rebelarte contra el Exaltado, copulando bajo el cielo y frente al mar, aquí mismo en país extranjero, con esta cristiana que no es de tu raza ni de tu ley?’ Y aunque ya me había echado junto a la joven, que se acurrucaba amorosamente contra mí, dije en mi espíritu: ‘¡Señor, Dios de Exaltación y de Verdad, sé testigo de que con toda castidad me abstengo de esta cristiana hija de los francos!’ Y así pensando, volví la espalda a la joven sin ponerla la mano encima: y me dormí bajo la grata claridad del cielo.

Llegada que fue la mañana, la joven franca se levantó sin decirme una palabra y se fue muy apesadumbrada. Y yo me volví a mi tienda, donde hube de dedicarme a vender mi lino como de costumbre. Pero hacia mediodía, acertó a pasar por delante de mi tienda la joven, acompañada de la vieja y con cara de enfado; y de nuevo la deseé con todo mi ser hasta morir. Pues ¡por Alah! era ella como la luna; y no pude resistir a la tentación; y pensé, golosamente: ‘¿Quién eres ¡oh felah! para refrenar así tu deseo por semejante jovenzuela? ¿Acaso eres un asceta, o un sufi, o un eunuco, o un castrado, o uno de los insensibles de Bagdad o de Persia? ¿No vienes de la raza de los potentes felahs del Alto Egipto, o quizá tu madre se olvidó de amamantarte?’

Y sin más ni más, eché a correr detrás de la vieja, y llamándola aparte, le dije: ‘¡Quisiera otro encuentro!’ Ella me dijo: ‘¡Por el Mesías, que ahora la cosa no es posible más que mediante cien dinares!’ Y en el momento conté los cien dinares de oro y se los entregué. Y por segunda vez fue a mi casa la joven franca. Pero ante la belleza del cielo desnudo, tuve yo los mismos escrúpulos, y no me aproveché de esta nueva entrevista más que de la primera, y con toda castidad me abstuve de la jovenzuela. Y poseída de un violento despecho, ella se levantó de mi lado, salió y se marchó.

Pero de nuevo al día siguiente, cuando pasaba ella por delante de mi tienda, sentí en mí los mismos movimientos, y me palpitó el corazón, y fui en busca de la vieja y le hablé de la cosa. Pero ella me miró con cólera y me dijo: ‘¡Por el Mesías, oh musulmán! ¿Es así como tratan a las vírgenes los de tu religión? ¡Jamás podrás ya gozar de ella, a menos que me des por esta vez quinientos dinares!’

Luego se fue.

Naturalmente, yo, todo tembloroso de emoción y sintiendo arder en mí la llama del amor, resolví juntar el importe de todo mi lino y sacrificar por mi vida los quinientos dinares de oro. Y después de envolverlos en una tela, me disponía a llevárselos a la vieja, cuando de improviso...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.”

Continuará: La quingentésima quincuagésima tercera noche

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Valram

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