sábado, 1 de mayo de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La sexcentésima trigésima primera noche

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Pero cuando llegó la 631ª noche

Ella dijo:

¡…oh hijo de tu madre!’ Luego, rehaciéndose, gritó a la joven: ‘¡Mientes, oh zorra! ¿Acaso no sé bien yo quién soy?’

Pero en aquel momento acercóse al lecho el jefe eunuco, y después de besar por tres veces la tierra, se levantó, y encorvado por la cintura, se dirigió a Abul-Hassán, y le dijo: ‘¡Perdóneme nuestro amo! ¡Pero es la hora en que nuestro amo tiene costumbre de satisfacer sus necesidades en el retrete!’ Y le pasó el brazo por los sobacos, y le ayudó a salir del lecho. Y en cuanto Abul- Hassán estuvo de pie sobre sus plantas, la sala y el palacio retemblaron al grito con que le saludaban todos los presentes: ‘¡Alah haga victorioso al califa!’ Y pensaba Abul-Hassán: ‘¡Por Alah! ¿No es cosa maravillosa? ¡Ayer era Abul-Hassán! ¿Y hoy soy Harún Al-Raschid?’ Luego se dijo: ‘¡Ya que es la hora de mear, vamos a mear! ¡Pero no estoy ahora muy seguro de si también es la hora en que asimismo satisfago la otra necesidad!’

Pero sacóle de estas reflexiones el jefe eunuco, que le ofreció un calzado descubierto, bordado de oro y perlas, y que era alto del talón por estar especialmente destinado a usarlo en el retrete. ¡Pero Ábul-Hassán, que en su vida había visto nada parecido, cogió aquel calzado, y creyendo sería algún objeto precioso que le regalaban, se lo metió en una de las amplias mangas de su ropón!

Al ver aquello, todos los presentes, que hasta entonces habían logrado retener la risa, no pudieron comprimir por más tiempo su hilaridad. Y los unos volvieron la cabeza, en tanto que los otros, fingiendo besar la tierra ante la majestad del califa, cayeron convulsos sobre sus alfombras. Y detrás de la cortina, el califa era presa de tal acceso de risa silenciosa, que cayó de costado al suelo.

Entretanto, el jefe eunuco, sosteniendo a Abul-Hassán por debajo del hombro, le condujo a un retrete pavimentado de mármol blanco, en tanto que todas las demás habitaciones del palacio estaban cubiertas de ricas alfombras. Tras de lo cual, volvió con él a la alcoba, en medio de los dignatarios y de las damas, alineados todos en dos filas. Y al punto se adelantaron otros esclavos que estaban dedicados especialmente al tocado y que le quitaron sus efectos de noche y le presentaron la jofaina de oro, llena de agua de rosas, para sus abluciones. Y cuando se lavó, sorbiendo con delicia el agua perfumada, le pusieron sus vestiduras reales, le colocaron la diadema, y le entregaron el cetro de oro.

Al ver aquello, Abul-Hassán pensó: ‘¡Vamos a ver! ¿Soy o no soy Abul-Hassán?’ Y reflexionó un instante, y con acento resuelto, gritó en alta voz para ser oído por todos los presentes: ‘¡Yo no soy Abul-Hassán! ¡Que empalen a quien diga que soy Abul-Hassán! ¡Soy Harún Al-Raschid en persona!’

Y tras de pronunciar estas palabras, ordenó Abul-Hassán con un acento de mando tan firme como si hubiese nacido en el trono: ‘¡Marchen!’ Y al punto se formó el cortejo; y colocándose el último, Abul-Hassán siguió al cortejo que le condujo a la sala del trono. Y Massrur le ayudó a subir al trono, donde sentóse él entre las aclamaciones de todos los presentes. Y se puso el cetro en las rodillas, y miró a su alrededor. Y vio que todo el mundo estaba colocado por orden en la sala de cuarenta puertas; y vio una muchedumbre innumerable de guardias con alfanjes brillantes, y visires y emires, y notables, y representantes de todos los pueblos del imperio, y otros más. Y entre la silenciosa multitud divisó algunas caras que conocía muy bien: Giafar el visir, Abu-Nowas, Al-Ijli, Al-Rakashi, Ibdán, Al-Farazadk, Al-Loz, Al-Sakar, Omar Al-Tartis, Abu-Ishak, Al-Khalia y Padim.

Y he aquí que mientras paseaba de aquel modo sus miradas de rostro en rostro, se adelantó Giafar, seguido de los principales dignatarios, todos vestidos con trajes espléndidos; y llegando ante el trono, se prosternaron con la faz en tierra, y permanecieron en aquella postura hasta que les ordenó que se levantaran. Entonces Giafar sacó de debajo de su manto un gran rollo que deshizo y del cual extrajo un legajo de papeles que se puso a leer uno tras otro y que eran los proyectos ordinarios. Y aunque Abul-Hassán jamás había entendido en semejantes asuntos, ni por un instante se turbó; y en cada uno de los asuntos que se le sometieron, dictó sentencia con tanto tacto y con justicia tanta, que el califa, que había ido a ocultarse detrás de una cortina de la sala del trono, quedó del todo maravillado.

Cuando Giafar hubo terminado su exposición, Abul-Hassán le preguntó: ‘¿Dónde está el jefe de policía?’ Y Giafar le designó con el dedo a Ahmad-la-Tiña, jefe de policía, y le dijo: ‘Este es, ¡oh Emir de los Creyentes!’

Al verse aludido, el jefe de policía se destacó del sitio que ocupaba, y se acercó gravemente al trono, al pie del cual se prosternó con la faz en la tierra. Y después de permitirle que se levantara, le dijo Abul-Hassán: ‘¡Oh jefe de policía! ¡Lleva contigo diez guardias, y ve al instante a tal barrio, tal calle y tal casa! En ella encontrarás a un horrible cerdo que es jeique-al-balad del barrio, y le hallarás sentado entre sus dos compadres, dos canallas no menos innobles que él. Apodérate de sus personas, y para acostumbrarles a lo que tienen que sufrir, empieza por dar a cada uno cuatrocientos palos en la planta de los pies...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La sexcentésima trigésima segunda noche

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Valram

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