jueves, 10 de diciembre de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La cuadringentésima octogésima novena noche

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Y cuando llegó la 489ª noche

Ella dijo:

‘...Y al verle solo, el capitán le preguntó: ‘¿Dónde está tu compañero?’ El barbero contestó: ‘¡Oh mi amo, se ha mareado y está aturdido!’ El capitán dijo: ‘Esto no tiene la menor importancia. ¡Ya se le pasará el mareo! ¡Siéntate junto a mí, y en el nombre de Alah!’ Y cogió un plato y lo llenó de manjares de todos colores con tan poca paciencia que cada ración podría satisfacer a diez personas. Y cuando el barbero hubo acabado de comer, el capitán le ofreció otro plato, diciéndole: ‘¡Lleva este plato a tu compañero!’ Y Abu-Sir se apresuró a llevar el plato lleno a Abu-Kir, a quien encontró masticando con los colmillos y trabajando con las muelas como un camello, en tanto que seguían desapareciendo rápidamente en sus fauces bocados enormes, uno tras de otro. Y le dijo Abu-Sir: ‘¿No te dije que no te hartaras con esas provisiones? ¡Mira! He aquí las cosas admirables que te envía el capitán. ¿Qué tienes que decir de estas excelentes agujas de kabad de cordero que vienen de la mesa de nuestro capitán?’ Abu-Kir dijo con un gruñido: ‘¡Dámelo!’ Y se precipitó sobre el plato que le ofrecía el barbero, y se puso a devorarlo todo a dos manos con la voracidad del lobo, o la rapacidad del león, o la ferocidad del águila que se abate sobre las palomas, o la furia del hambriento que creyó perecer de hambre y no hace remilgos para rellenarse desaforadamente. Y en algunos instantes dejó limpio el plato y lo lamió para tirarlo luego vacío en absoluto. Entonces el barbero recogió el plato y se lo dio a unos tripulantes para ir después él a beber algo con el capitán, volviendo más tarde para pasar la noche al lado de Abu-Kir, que ya roncaba por todos los agujeros de su cuerpo, produciendo tanto estrépito como el agua al azotar el barco.

Al día siguiente y en los posteriores el barbero Abu-Sir siguió afeitando a los pasajeros y a los marineros, ganando víveres y provisiones, cenando por la noche con el capitán y sirviendo con toda generosidad a su compañero, quien, por su parte, se limitaba a dormir, sin despertarse más que para comer o hacer sus necesidades, y así durante veinte días de navegación, hasta que, por la mañana del vigésimo primer día, el navío entró en el puerto de una ciudad desconocida.

Entonces Abu-Kir y Abu-Sir bajaron a tierra y fueron a alquilar en un khan una vivienda pequeña, que se apresuró a amueblar el barbero con una estera nueva comprada en el zoco de los estereros, y dos mantas de lana. Tras de lo cual el barbero, no bien atendió a todas las necesidades del tintorero, que continuaba quejándose del mareo, le dejó dormido en el khan, y se fue por la ciudad, cargado con sus pertrechos, para ejercer su profesión por las esquinas, al aire libre, afeitando a mandaderos, a arrieros, a barrenderos, a vendedores ambulantes y hasta a mercaderes de bastante importancia, que fueron a él atraídos por su navaja experta. Y por la noche, volvió para poner los manjares a la vista de su compañero, al cual halló dormido y no consiguió despertarle más que haciéndole oler las emanaciones de las agujas de cordero. Y duró de tal forma aquel estado de cosas cuarenta días enteros, quejándose siempre Abu-Kir de un resto de marco: y a diario, una vez a mediodía y otra vez al ponerse el sol, iba el barbero al khan para servir y dar de comer al tintorero con la ganancia que le proporcionaba el destino del día y su navaja; y el tintorero se tragaba panecillos, cohombros, cebollas frescas y agujas de kabab sin fatiga ninguna de su cuidado estómago; y en vano el barbero le encomiaba la belleza sin par de aquella ciudad desconocida y le invitaba a que le acompañase a dar un paseo por los zocos o los jardines, pues Abu-Kir contestaba invariablemente: ‘¡Todavía tengo mareo en la cabeza!’ y después de exhalar diversos regüeldos y soltar diversos cuescos de diversas calidades, se sumergía de nuevo en su pesado sueño.

Y el excelente y honrado barbero Abu-Sir no hacía el menor reproche a su desvergonzado compañero ni le importunaba con quejas o disputas.

Pero, al cabo de aquellos cuarenta días el pobre barbero cayó enfermo, y como no podía salir para dedicarse a su trabajo, rogó al portero del khan que cuidase a su compañero Abu-Kir y le comprara todo lo que necesitase. Pero algunos días después empeoró tan gravemente el estado del barbero, que el pobre perdió sus facultades y quedóse inerte y como muerto.

Así es que, como ya no le alimentaban ni le compraban lo necesario, el tintorero acabó por sentir la cruel quemadura del hambre y se vio obligado a levantarse para buscar a derecha y a izquierda algo que echarse a la boca. Pero ya había limpiado toda la vivienda, y no encontró absolutamente nada que comer; entonces registró la ropa de su compañero, que yacía inerte en el suelo, encontró una bolsa con la ganancia del pobre acumulada moneda a moneda durante la travesía y en los cuarenta días de trabajo, se la guardó en el cinturón, y sin preocuparse de su compañero enfermo, como si no existiese, salió, cerrando tras de sí el picaporte de la puerta de su vivienda. Y como en aquel momento estaba ausente el portero del khan, nadie le vio salir ni le preguntó adónde iba.

Y he aquí que lo primero que hizo Abu-Kir fue correr a casa de un pastelero, donde se compró una bandeja entera de kenafa y otra de hojaldres escarchados; y encima se bebió un cántaro de sorbete de almizcle y otro de ámbar y azufaifas. Tras de lo cual...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La cuadringentésima nonagésima noche

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Valram

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