lunes, 17 de agosto de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La tricentésima septuagésima cuarta noche

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Pero cuando llegó la 374ª noche

Ella dijo:

…Se acercó, pues, al jeique, y le preguntó: ‘¿Adónde se va, ¡oh venerable!?

’El jeique contestó: ‘¡A Bagdad, de vuelta de Bassra, que es mi país!’ Giafar preguntó: ‘¿Y a qué obedece un viaje tan largo?’ El otro contestó: ‘¡Por Alah!; ¡voy en busca de un médico bueno que me recete un colirio para mi ojo!’ Giafar dijo: ‘¡La suerte y la curación están entre las manos de Alah!, ¡oh jeique! Pero ¿qué me darás si para evitarte pesquisas y gastos te receto yo mismo aquí un colirio que te cure el ojo en una noche?''

El otro contestó: ‘¡Sólo Alah podría remunerarte con arreglo a tus méritos!’ Entonces Giafar se volvió hacia el califa y hacia Abu-Novas, y les guiñó el ojo; luego dijo al jeique: ‘Así es, mi buen tío, y no olvides la receta que voy a darte, porque es sencillísima.

Hela aquí: toma tres onzas de soplo de viento, tres onzas de rayos de sol y tres onzas de luz de linterna; lo mezclas todo cuidadosamente en un mortero sin fondo, y durante tres meses lo dejas expuesto al aire libre. Entonces tendrás que machacarlo durante dos o tres meses y verterlo en una escudilla agujereada, que expondrás al viento y al sol durante otros tres meses todavía. Después de hacer esto estará a punto el colirio, no tendrás más que espolvorearte con él el ojo trescientas veces la primera noche, cogiendo para ello tres dedadas grandes cada vez, y te dormirás. ¡Al día siguiente te despertarás curado, si Alah quiere!’

Al oír estas palabras, en prueba de gratitud y de respeto el jeique se puso de bruces encima de su burro delante de Giafar y de repente soltó un detestable cuesco seguido de dos largos follones, y dijo a Giafar:

‘Corre ¡oh médico! para recogerlos antes de que se desparramen. Por el momento es la única respuesta que da mi gratitud a tu remedio ventoso; pero ten la seguridad de que apenas me halle de regreso en mi tierra, si Alah quiere, te enviaré como regalo una esclava de trasero tan arrugado como un higo seco, la cual ha de proporcionarte tanto placer que expirará tu alma; y entonces sentirá tu esclava tanto dolor y tanta emoción al llorar sobre tu cadáver ¡que no podrá menos de mearse en tu rostro frío y regar tu barba seca!’

Y el jeique acarició tranquilamente a su asno y siguió su camino, en tanto que el califa se dejaba caer de trasero en el límite de la convulsión y reventaba de risa al ver la cara de su visir, inmóvil y mudo de sorpresa, y Abu-Nowas, que con un gesto paternal fingía felicitarle.

Al oír esta anécdota, se serenó de pronto el rey Schahriar y dijo a Schehrazada: ‘¡Date prisa, Schehrazada, a contarme aún esta noche una anécdota que sea tan divertida como la anterior, por lo menos!’

Y exclamó la pequeña Doniazada: ‘¡Oh Schehrazada; hermana mía, cuán dulces y sabrosas son tus palabras!’ Entonces, tras una pausa corta, Schehrazada dijo:


El jovenzuelo y su maestro

Cuentan que el visir Badreddin, gobernador del Yamán, tenía un hermano que era un joven dotado de una belleza tan incomparable, que a su paso volvían la cabeza hombres y mujeres para admirarle y hartarse los ojos de sus encantos. Así es que temeroso de que le sobreviniera alguna aventura considerable, el visir Badr le tenía cuidadosamente alejado de las miradas de los hombres y le impedía que se tratara con los jóvenes de su edad. Como no quería llevarle a la escuela por no poder vigilarle allí lo suficiente, hizo ir a la casa en calidad de maestro a un jeique venerable y piadoso, de costumbres notoriamente castas, y le puso entre sus manos. Y el jeique iba todos los días a ver a su discípulo, con el cual se encerraba algunas horas en una estancia que les había reservado el visir para dar las lecciones.

Al cabo de cierto tiempo, la belleza y los encantos del joven no dejaron de surtir su efecto habitual en el jeique, que acabó por quedar locamente prendado de su discípulo, y al verle sentía cantar a todos los pájaros de su alma que despertaban con sus cánticos cuanto estaba dormido en él.

Así es que sin saber qué hacer para calmar su emoción, decidióse un día a participar al joven la turbación de su alma y le declaró que no podía ya pasarse sin su presencia. Entonces, muy conmovido por la emoción de su maestro, le dijo el joven: ‘¡Ay! bien sabes que tengo las manos atadas y que mi hermano vigila todos mis movimientos’. El jeique suspiró, y dijo: ‘¡Quisiera pasar solo contigo una velada!’ El joven contestó: ‘¡Quién piensa en eso!’ Si durante el día me vigilan, ¡qué no será por las noches!’ El jeique añadió: ‘Ya lo sé; pero la terraza de mi casa está contigua y al mismo nivel que la terraza de esta casa en que nos hallamos, y te será fácil, cuando tu hermano se durmiera esta noche, subir sigilosamente allá, donde yo te esperaré y te llevaré conmigo, sin más que saltar la tapia divisoria, a mi terraza, en la que no vendrá nadie a vigilarnos’. El joven aceptó la proposición, diciendo: ‘¡Escucho y obedezco!’...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente:

Y el rey Schahriar se dijo: ‘¡En verdad que no la mataré antes de saber lo que pasó entre ese jovenzuelo y su maestro!’”

Continuará: La tricentésima septuagésima quinta noche

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Valram

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