jueves, 18 de febrero de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La quingentésima quincuagésima novena noche

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Pero cuando llegó la 559ª noche

Ella dijo:

‘...Tras de pensar así, Califa no dudó ya más, y puso en ejecución el proyecto que le sugería su alma de tragador de haschich. Se levantó, pues, al instante, se quedó completamente desnudo, y cogió una almohada de piel que tenía, y la colgó de un clavo frente a él en la muralla; luego, asiendo un látigo de ciento ochenta nudos, empezó a dar alternativamente un latigazo en su piel y otro latigazo en la piel de la almohada, y a lanzar al propio tiempo grandes gritos, como si ya estuviese en presencia del jefe de policía y se viese obligado a defenderse de la acusación. Y gritaba: ‘¡Ay! ¡Ay! ¡Por Alah! ¡Que es mentira, mi señor! ¡Una mentira manifiesta! ¡Ay! ¡Uy! ¡Palabras de perdición contra mí! ¡Oh! ¡Oh! ¡Con lo delicado que soy! ¡Todos embusteros! ¡Yo soy un pobre! ¡Alah! ¡Alah! ¡Un pobre pescador! ¡No poseo nada! ¡Uy! ¡Ninguno de los bienes despreciables de este mundo! ¡Sí! ¡Poseo! ¡No! ¡No poseo! ¡Sí! ¡Poseo! ¡No, no poseo!’ Y continuó administrándose de aquella manera aquel remedio, dando sobre su piel un latigazo y otro en la almohada; y cuando se hacía demasiado daño, olvidaba su turno y daba en la almohada dos golpes seguidos; y acabó por no darse ya más que un latigazo de cada tres, luego de cada cuatro, luego de cada cinco.

¡Eso fue todo!

Y los vecinos y los mercaderes del barrio, que oían resonar en la noche los gritos y los golpes, acabaron por conmoverse, y se dijeron: ‘¿Qué le habrá ocurrido a ese pobre mozo para que grite de esa matera? ¿Y qué golpes serán esos que llueven sobre él? ¡Acaso le hayan sorprendido unos ladrones y le peguen hasta hacerle morir!’ Y entonces, como los gritos y los aullidos aumentaban, y los golpes se hacían más numerosos cada vez, salieron de sus casas todos y corrieron a casa de Califa. Pero encontraron cerrada la puerta, y se dijeron: ‘¡Los ladrones han debido entrar en su casa por el otro lado, bajando por la terraza!’ Y subieron a la terraza contigua y desde allí saltaron a la terraza de Califa, y bajaron a la casa por el tragaluz del techo. ¡Y le hallaron solo y todo desnudo, dedicado a darse latigazos alternados y a lanzar al mismo tiempo aullidos y protestas de inocencia!

¡Y se revolvía como un efrit, saltando sobre sus piernas!

Al ver aquello, los vecinos le preguntaron, estupefactos: ‘¿Qué te pasa, Califa? ¿Y por qué haces eso? ¡Los golpes y los aullidos que oímos han puesto en conmoción a todo el barrio, y no nos han dejado dormir! ¡Y henos aquí con los corazones agitados tumultuosamente!’ Pero Califa les gritó: ‘¿Qué queréis de mí? ¿Es que no soy dueño de mi piel y no puedo en paz acostumbrarla a los golpes? ¿Acaso sé lo que puede reservarme el porvenir? ¡Idos, buena gente! ¡Mejor será que hagáis como yo y os déis el mismo trato! ¡No estáis más al abrigo que yo de las exacciones y de las vejaciones!’

Y sin reparar más en su presencia, Califa continuó aullando bajo los golpes que resonaban en su almohada, haciéndose la ilusión de que iban a parar a su propia piel.

Entonces los vecinos, al ver aquello, se echaron a reír de tal manera, que se cayeron de trasero, y acabaron por marcharse como habían ido.

En cuanto a Califa, se cansó al cabo de cierto tempo; pero no quiso cerrar los ojos por temor a los ladrones, pues estaba muy preocupado con su reciente fortuna. Y por la mañana, antes de ir a su trabajo, todavía pensaba en sus cien dinares, y se decía: ‘Si los dejo en mi albergue, sin duda me los robarán; si los guardo en mi cinturón, se dará cuenta de ello algún ladrón, que se pondrá al acecho en algún paraje solitario para esperar a que yo pase, y saltará sobre mi, me matará y me robará. ¡Voy a hacer algo mejor que todo eso!’

Entonces se levantó, partió en dos su capote, confeccionó un saco con una de las mitades, y guardó el oro en el saco, que se colgó al cuello con un cordel. Tras de lo cual cogió sus redes, su cesto y su cayado, y se encaminó a la ribera. Y llegado que fue a ella, cogió sus redes y las arrojó al agua con toda la fuerza de su brazo. Pero el movimiento que hizo fue tan brusco y tan violento, que saltó de su cuello el saco de oro y siguió a las redes en el agua; y la fuerza de la corriente lo arrastró lejos por las profundidades.

Al ver aquello, Califa abandonó sus redes, se desnudó en un abrir y cerrar de ojos, tirando sus vestidos en la ribera, saltó al agua y se sumergió en busca de su saco; pero no consiguió dar con él. Entonces se metió en el agua por segunda vez y por tercera vez y así sucesivamente hasta cien veces, pero en vano. Entonces, desesperado y en el límite de sus fuerzas, ganó la ribera y quiso vestirse; pero observó que sus ropas habían desaparecido, y no encontró más que su red, su cesto y su cayado. Entonces se golpeó las manos una contra otra, y exclamó: ‘¡Ah! ¡Viles forajidos, que me han robado mi ropa!

Pero todo esto me sucede sólo por hacer cierto el proverbio que dice: ‘¡No acaba para el camellero la peregrinación más que cuando ha horadado a su camello...!

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.”

Continuará: La quingentésima sexagésima noche

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Valram

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