miércoles, 28 de octubre de 2009

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La cuadringentésima cuadragésima sexta noche

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Pero cuando llegó la 446ª noche

Ella dijo:

...Entonces Zeinab, que era una joven graciosa y esbelta con ojos oscuros en un rostro encantador y claro, se levantó al punto y se vistió con gran elegancia y se veló la cara con una ligera muselina de seda, de modo que el brillo de sus ojos era más aterciopelado y subyugante. Adornada a la sazón de esta manera, fue a abrazar a su madre, y le dijo:

‘¡Oh madre! ¡Juro por la integridad de mi candado intacto y cerrado, que me adueñaré de los cuarenta y uno y serán mi juguete!’ Y salió de la casa y se fue a la calle Mustafá, y entró en la taberna de Hagg-Karim el de Mossul.

Empezó por hacer una zalema muy amable al tabernero Hagg-Karim, quien se la devolvió con creces, encantado. Entonces le dijo ella: ‘¡Ya Hagg-Karim! ¡He aquí cinco dinares para ti si quieres alquilarme hasta mañana la sala interior grande, adonde voy a invitar a algunos amigos, sin que puedan penetrar allí tus parroquianos habituales!’

El tabernero contestó: ‘¡Por tu vida, ¡oh mi ama! y por la vida de tus ojos, hermosos ojos, que consiento en alquilarte por nada mi sala grande, con la sola condición de que no escatimes las bebidas a tus invitados!’ Ella sonrió, y le dijo: ‘¡Aquellos a quienes invito son jarras cuyo fondo se olvidó de cerrar el alfarero que hubo de construirlas, y por ellas pasarán todos los líquidos de tu tienda! ¡No tengas cuidado por eso!’ Y volvió en seguida a su casa cogiendo el burro del arriero y el caballo del beduino, cargándolos con colchones, alfombras, taburetes, manteles, bandejas, platos y otros utensilios, y a toda prisa regresó a la taberna, descargando al asno y al caballo de todas aquellas cosas para colocarlas en la sala grande que había alquilado. Extendió los manteles, puso en orden los frascos de bebidas, las copas y los platos que compró, y cuando hubo acabado este trabajo, fue a apostarse en la puerta de la taberna.

No hacía mucho tiempo que se hallaba allí, cuando vio asomar por las inmediaciones a diez de los alguaciles de Ahmad-la-Tiña llevando a la cabeza a Lomo-de-Camello, que tenía un aspecto muy feroz. Y precisamente se encaminaba él a la tienda con los otros nueve; y a su vez vio a la bella joven, que había tenido cuidado de levantarse, como por inadvertencia, el ligero velo de muselina que le cubría la cara. Y Lomo-de-Camello quedó deslumbrado y a la par que encantado de aquella tierna belleza tan agradable, y le preguntó: ‘¿Qué haces ahí, ¡oh jovenzuela!?’

Ella contestó, asestándole de soslayo una mirada lánguida: ‘¡Nada! ¡Espero mi Destino! ¿Acaso eres el capitán Ahmad?’ El dijo: ‘¡No, por Alah! Pero puedo reemplazarle si se trata de hacerte algún servicio que tengas que pedirle, porque soy el jefe de sus alguaciles, Ayub Lomo-de- Camello, tu esclavo, ¡oh ojos de gacela!’

Ella le sonrió otra vez, y le dijo: ‘¡Por Alah!, ¡oh jefe alguacil, que si la cortesía y las buenas maneras quisieran elegir un domicilio seguro, tomarían como guías a vuestros cuarenta! ¡Entrad, pues, aquí y bienvenidos seáis! ¡La acogida amistosa que encontraréis en mí no es más que un homenaje merecido por tan encantadores huéspedes!’ Y les introdujo en la sala dispuesta de antemano, e invitándoles a que se sentaran en torno a las bandejas grandes con bebidas, les dio de beber vino mezclado con el narcótico bang. Así es que a las primeras copas que vaciaron los diez se cayeron de espaldas como elefantes borrachos o como búfalos poseídos por el vértigo, y se sumergieron en un profundo sueño.

Entonces Zeinab los arrastró de los pies uno por uno y los arrojó a lo último de la tienda, amontonándolos unos sobre otros, y escondiéndolos debajo de una manta grande, corrió por delante de ellos una amplia cortina, y salió para apostarse de nuevo en la puerta de la taberna.

Enseguida apareció la segunda patrulla de diez alguaciles, que también quedó hechizada por los ojos oscuros y el rostro claro de la bella Zeinab, y sufrió el mismo trato que la patrulla anterior, e igual hubo de ocurrirles a la tercera y a la cuarta patrullas. Y después de haber amontonado unos encima de otros detrás de la cortina a todos los alguaciles, la joven puso en orden la sala y salió a esperar la llegada del propio Ahmad-la-Tiña.

No hacía mucho que se encontraba allí, cuando apareció en su caballo Ahmad-la-Tiña, amenazador y con los ojos relampagueantes y los pelos de la barba y del bigote erizados cual los de la hiena hambrienta. Llegado que fue a la puerta, se apeó de su caballo y ató la brida del animal a una de las anillas de hierro empotradas en los muros de la taberna, y exclamó: ‘¿Dónde están todos esos hijos de perro? ¡Les ordené que me esperasen aquí! ¿Los has visto?

Entonces Zeinab balanceó sus caderas, asestó una mirada dulce a la izquierda, luego a la derecha, sonrió con los labios, y dijo: ‘¿A quién, ¡oh mi amo!?’

Y he aquí que tras las dos miradas que le lanzó la joven, Ahmad sintió que sus entrañas le trastornaban el estómago y que gemía el niño, única herencia que le quedaba como capital e intereses.

Entonces dijo a la sonriente Zeinab, que permanecía inmóvil en una postura candorosa: ‘¡Oh jovenzuela, a mis cuarenta alguaciles!’

Como súbitamente poseída por un sentimiento de respeto al oír estas palabras, Zeinab se adelantó hacia Ahmad-la-Tiña y le besó la mano, diciendo: ‘¡Oh capitán Ahmad, jefe de la Derecha del califa! los cuarenta alguaciles me han encargado que te diga que al extremo de la callejuela han visto a la vieja Dalila que buscas y que iban en su persecución sin pararse aquí; pero aseguraron que volverían con ella pronto; y ya no tienes más que esperarles en la sala grande de la taberna, donde yo misma te serviré con mis ojos’. Entonces, precedido por la joven, Ahmad-la-Tiña entró en la tienda, y embriagado con los encantos de aquella bribona y subyugado por sus artificios, no tardó en ponerse a beber copa tras copa, cayendo como muerto bajo el efecto operado en su razón por el bang adormecedor con las bebidas.

A la sazón Zeinab, sin pérdida de tiempo, empezó por quitar a Ahmad-la-Tiña toda la ropa y cuanto llevaba encima de él, no dejándole sobre el cuerpo más que la camisa y el amplio calzoncillo; luego fue adonde estaban los otros y les despojó de la propia manera. Tras de lo cual recogió todos sus utensilios y todos los efectos que acababa de robar, los cargó en el caballo de la-Tiña, en el del beduino y en el burro del arriero, y enriquecida así con aquellos trofeos de su victoria, regresó sin incidentes a su casa, y se lo entregó todo a su madre Dalila, que hubo de abrazarla llorando de alegría.

En cuanto a Ahmad-la-Tiña y sus cuarenta compañeros...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.”

Continuará: La cuadringentésima cuadragésima séptima noche

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Valram

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