domingo, 31 de octubre de 2010

Las mil noches y una noche. Versión original, sin cortes. La octingentésima trigésima cuarta noche

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Pero cuando llegó la 834ª noche

Ella dijo:

...Y en cuanto estuvo entre mis dedos aquel brazalete, ¡oh hermano mío! el rey y todo su séquito de manos desaparecieron, y me encontré vestido con mis ricos trajes en medio de mi palacio, en el propio aposento de mi esposa. Y la hallé sumida en un sueño profundo. Pero en cuanto le puse el brazalete en el brazo se despertó y lanzó un grito de alegría al verme. Y como si nada hubiese pasado, me tendí junto a ella. Y lo demás es misterio de la fe musulmana, ¡oh hermano mío!

Y al día siguiente su padre y su madre llegaron al límite de la alegría al saber que yo había vuelto de mi ausencia, y se olvidaron de interrogarme sobre el particular, de tanto júbilo como les producía el saber que había quitado a su hija la virginidad. Y desde entonces vivimos todos en paz, concordia y armonía.

Y algún tiempo después de mi matrimonio, mi tío el sultán, padre de mi esposa, murió sin dejar hijo varón, y como yo estaba casado con su hija mayor, me legó su trono. Y llegué a ser lo que soy, ¡oh hermano mío! Y Alah es el más grande. ¡Y de El procedemos y a El volveremos!’

Y el sultán Mahmud, cuando hubo contado así su historia a su nuevo amigo el sultán- derviche, le vio extremadamente asombrado de una aventura tan singular, y le dijo: ‘No te asombres, ¡oh hermano mío! porque todo lo que está escrito ha de ocurrir, y nada es imposible para la voluntad de Quien lo ha creado todo. Y ahora que me he mostrado a ti con toda verdad, sin temor a desmerecer ante tus ojos al revelarte mi humilde origen, y precisamente para que mi ejemplo te sirva de consuelo y para que no te creas inferior a mí en rango y en valor individual, puedes ser amigo mío con toda tranquilidad; porque, después de lo que te he contado, nunca me creeré con derecho a enorgullecerme de mi posición ante ti, ¡oh hermano mío!’ Luego añadió: ‘Y para que tu situación sea más regular, ¡oh hermano mío de origen y de rango! te nombro mi gran visir. ¡Y así serás mi brazo derecho y el consejero de mis actos; y no se hará nada en el reino sin intervención tuya y sin que tu experiencia lo haya aprobado de antemano!’

Y sin más tardanza, el sultán Mahmud convocó a los emires y a los grandes de su reino, e hizo reconocer al sultán-derviche como gran visir, y le puso por sí mismo un magnífico ropón de honor, y le confió el sello del reino.

Y el nuevo gran visir celebró diwán aquel día mismo, y así continuó en los días sucesivos, cumpliendo los deberes de su cargo con tal espíritu de justicia y de imparcialidad, que las gentes, advertidas de aquel nuevo estado de cosas, venían desde el fondo del país para reclamar sus decretos y entregarse a sus decisiones, tomándole por juez supremo en sus diferencias. Y ponía él tanta prudencia y moderación en sus juicios, que obtenía la gratitud y la aprobación de los mismos contra quienes pronunciaba sus sentencias. En cuanto a sus ratos de ocio, los pasaba en la intimidad del sultán, de quien se había convertido en compañero inseparable y amigo a toda prueba.

Un día, sintiéndose el sultán Mahmud con el espíritu deprimido, se apresuró a ir en busca de su amigo, y le dijo: ‘¡Oh hermano y visir mío! Hoy me pesa el corazón, y tengo deprimido el espíritu’. Y el visir, que era el antiguo sultán de Arabia, contestó: ‘¡Oh rey del tiempo! En nosotros están alegrías y penas, y nuestro propio corazón es quien las segrega. Pero a menudo la contemplación de las cosas externas puede influir en nuestro humor. ¿Has ensayado hoy con tus ojos la contemplación de las cosas externas?’ Y contestó el sultán: ‘¡Oh visir mío! He ensayado hoy con mis ojos la contemplación de las pedrerías de mi tesoro, y he tomado unos tras otros entre mis dedos los rubíes, las esmeraldas, los zafiros y las gemas de todas las series de colores, pero no me han incitado al placer, y mi alma ha seguido melancólica y encogido mi corazón. Y he entrado en mi harén luego, y he pasado revista a todas mis mujeres, las blancas, las morenas, las rubias, las cobrizas, las negras, las gordas y las finas; pero ninguna de ellas ha conseguido disipar mi tristeza. Y luego he visitado mis caballerizas, y he mirado mis caballos y mis yeguas y mis potros; pero con toda su hermosura no han podido alzar el velo que ennegrece el mundo ante mi vista. Y ahora, ¡oh visir mío lleno de sabiduría! vengo en busca tuya para que descubras un remedio a mi estado o me digas las palabras que curan’.

Y contestó el visir: ‘¡Oh mi señor! ¿Qué te parecería una visita al asilo de los locos, al maristán, que tantas veces quisimos ver juntos, sin haber ido todavía? Porque opino que los locos son personas dotadas de un entendimiento diferente al nuestro, y que hallan entre las cosas relaciones que los que no están locos no distinguen nunca, y que son visitados por el espíritu. ¡Y acaso esa visita levante la tristeza que pesa sobre tu alma y dilate tu pecho!’ Y contestó el sultán: ‘¡Por Alah, ¡oh visir mío! vamos a visitar a los locos del maristán!’

Entonces el sultán y su visir, el antiguo sultán-derviche, salieron de palacio, sin llevar consigo ningún séquito, y anduvieron sin detenerse hasta el maristán, que era la casa de locos. Y entraron y la visitaron por entero; pero, con extremado asombro suyo, no encontraron allí más habitantes que el llavero mayor y los celadores; en cuanto a los locos, ni sombra ni olor de ellos había. Y el sultán preguntó al llavero mayor: ‘¿Dónde están los locos?’ Y el interpelado contestó: ‘¡Por Alah, ¡oh mi señor! que desde hace un largo transcurso de tiempo no los tenemos ya, y el motivo de esta penuria reside sin duda en que se debilita la inteligencia en las criaturas de Alah!’ Luego añadió: ‘A pesar de todo, ¡oh rey del tiempo! podemos enseñarte tres locos que están aquí desde hace cierto tiempo, y que nos fueron traídos, uno tras otro, por personas de alto rango, con prohibición de enseñárselos a quienquiera que fuese, pequeño o grande. ¡Pero para nuestro amo el sultán nada está oculto!’ Y añadió: ‘Sin duda alguna son grandes sabios, porque se pasan el tiempo leyendo en los libros’. Y llevó al sultán y al visir a un pabellón reservado, donde les introdujo para alejarse luego respetuosamente.

Y el sultán Mahmud y su visir vieron encadenados al muro tres jóvenes, uno de los cuales leía mientras los otros dos escuchaban atentamente. Y los tres eran hermosos, bien formados, y no ofrecían ningún aspecto de demencia o de locura. Y el sultán se encaró con su acompañante, y le dijo: ‘¡Por Alah, oh visir mío! que el caso de estos tres jóvenes debe ser un caso muy asombroso, y su historia una historia sorprendente!’ Y se volvió hacia ellos, y les dijo: ‘¿Es realmente por causa de locura por lo que habéis sido encerrados en este maristán?’ Y contestaron: ‘No, por Alah; no somos ni locos ni dementes, ¡oh rey del tiempo! y ni siquiera somos idiotas o estúpidos. ¡Pero tan singulares son nuestras aventuras y tan extraordinarias nuestras historias, que si se grabaran con agujas en el ángulo de nuestros ojos serían una lección saludable para quienes se sintieran capaces de descifrarlas!’ Y a estas palabras, el sultán y el visir se sentaron en tierra frente a los tres jóvenes encadenados, diciendo: ‘¡Nuestro oído está abierto, y pronto nuestro entendimiento!’

Entonces el primero, el que leía en el libro, dijo:

Historia del primer loco

‘Mi oficio ¡oh señores míos y corona de mi cabeza! era el de mercader en el zoco de sederías, como lo fueron antes que yo mi padre y mi abuelo. Y no vendía más mercancías que artículos indios de todas las especies y de todos los colores, pero siempre de precios muy elevados. Y vendía y compraba con mucho provecho y beneficio, según costumbre de los grandes mercaderes.

Un día estaba yo sentado en mi tienda, como era usual en mí, cuando acertó a pasar una dama vieja que me dio los buenos días y me gratificó con la zalema. Y al devolverle yo sus salutaciones y cumplimientos, se sentó ella en el borde de mi escaparate, y me interrogó, diciendo: ‘¡Oh mi señor! ¿Tienes telas selectas originarias de la India?’ Yo contesté: ‘¡Oh mi señora! en mi tienda tengo con qué satisfacerte’. Y dijo ella: ‘¡Haz que me saquen una de esas telas para que la vea!’ Y me levanté y saqué para ella del armario de reservas una pieza de tela india del mayor precio, y se la puse entre las manos. Y la cogió, y después de examinarla quedó muy satisfecha de su hermosura, y me dijo: ‘¡Oh mi señor! ¿Cuánto vale esta tela?’ Yo contesté: ‘Quinientos dinares’. Y al punto sacó ella su bolsa y me contó los quinientos dinares de oro; luego cogió la pieza de tela y se marchó por su camino. Y de tal suerte ¡oh nuestro señor sultán! le vendí por aquella suma una mercancía que no me había costado más que ciento cincuenta dinares. Y di gracias al Retribuidor por Sus beneficios.

Al siguiente día volvió a buscarme la vieja dama, y me pidió otra pieza, y me la pagó también a quinientos dinares, y se marchó a buen paso con su compra. Y de nuevo volvió al siguiente día para comprarme otra pieza de tela india, que pagó al contado; y durante quince días sucesivos ¡oh mi señor sultán! obró de tal suerte, compró y pagó con la misma regularidad. Y al decimosexto día la vi llegar como de ordinario y escoger una nueva pieza. Y se disponía a pagarme, cuando advirtió que había olvidado su bolsa, y me dijo: ‘¡Ya Khawaga! he debido olvidar mi bolsa en casa’. Y contesté: ‘¡Ya setti! no corre prisa. ¡Si quieres traerme el dinero mañana, bienvenida seas; si no, bienvenida seas también!’ Pero ella protestó, diciendo que nunca consentiría en tomar una mercancía que no había pagado, y yo, por mi parte, insistí varias veces: ‘¡Puedes llevártela por amistad y simpatía para tu cabeza!’ Y entre nosotros tuvo lugar un torneo de mutua generosidad, ella rehusando y yo ofreciendo. Porque ¡oh mi señor! convenía que, después de beneficiarme tanto con ella, obrase yo tan cortésmente, y hasta estuviese dispuesto, en caso necesario, a darle de balde una o dos piezas de tela. Pero al fin dijo ella: ‘¡Ya Khawaga! veo que no vamos a entendernos nunca si continuamos de este modo. Así es que lo más sencillo sería que me hicieras el favor de acompañarme a casa para pagarte allí el importe de tu mercancía’. Entonces, sin querer contrariarla, me levanté, cerré mi tienda y la seguí.

Y anduvimos, ella delante y yo diez pasos detrás de ella, hasta que llegamos a la entrada de la calle en que se hallaba su casa. Entonces se detuvo, y sacándose del seno un pañuelo, me dijo: ‘Es preciso que consientas en dejarte vendar los ojos con este pañuelo’. Y yo, muy asombrado de aquella singularidad, le rogué cortésmente que me diera la razón de ello, Y me dijo: ‘Es porque en esta calle por donde vamos a pasar hay casas con las puertas abiertas y en cuyos vestíbulos están sentadas mujeres que tienen la cara descubierta; de suerte que tal vez se posara tu mirada en alguna de ellas, casada o doncella, y entonces podrías comprometer el corazón en un asunto de amor, y estarías atormentado toda tu vida; porque en este barrio de la ciudad hay más de un rostro de mujer casada o de virgen tan bello, que seduciría al asceta más religioso. Y temo mucho por la paz de tu corazón...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.”

Continuará: La octingentésima trigésima quinta noche

Noticias de referencia:
Las mil y una noches, denunciado por indecente
http://www.eluniversal.com.mx/notas/678635.html

Editan “Las mil y una noches” de Vargas Llosa
http://www.eluniversal.com.mx/cultura/61906.html

¿Y si “Las mil y una noches” lo escribió una mujer?
http://www.eluniversal.com.mx/cultura/61873.html

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